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Columna
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Victoria en la derrota

Más que blando será un Brexit largo y enojoso. Con un final malo para todos

Lluís Bassets
Una manifestante pro Brexit en Londres (RU), el pasado 14 de noviembre.
Una manifestante pro Brexit en Londres (RU), el pasado 14 de noviembre. Jack Taylor (Getty Images)

El Brexit es una derrota en sí mismo. Una derrota deseada y decidida, auto infligida. Salir vencedor de una derrota es una tarea que pocos pueden permitirse. Theresa May lo está intentando y puede que lo consiga. El mérito será enorme para alguien que no hizo ni siquiera campaña en aquel desdichado referéndum y luego recogió la bandera que habían dejado tirada en la calle los más fervientes partidarios del divorcio.

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Ahora es fácil cargar las tintas contra la primera ministra, pero nadie más se atrevió a liderar una tarea tan titánica como deshacer el camino andado por Reino Unido desde hace 45 años. La señora May tuvo que superar, para empezar, las mentiras de la campaña del Brexit, que prometían el milagro de comerse el pastel y seguir conservando el pastel, tal como reconoció con desvergüenza el efímero ministro de Exteriores Boris Johnson. Luego tuvo que tragar los sapos de sus propias tergiversaciones, forzada por un cierre de filas de la UE que fue más allá de los cálculos británicos. May quería un acuerdo inicial con Bruselas antes de presentar la propuesta de divorcio contemplada por el artículo 50 del Tratado de la UE, para evitar la perentoriedad de los dos años de plazo para la negociación y obtener así más margen para un acuerdo definitivo. No lo obtuvo y se vio obligada a presentar la petición, que entrará en vigor el 29 de marzo de 2019, dos años después, a menos que un acuerdo transitorio como el que se negocia ahora permita prolongar el período.

Tampoco se salió con su propósito de negociarlo todo junto, el acuerdo transitorio y el definitivo: primero deberá cerrar el Brexit y luego empezar la negociación definitiva, cuya culminación deberá coincidir con el final de la etapa transitoria. La espera valdrá también para los acuerdos comerciales bilaterales con los socios globales, que no podrá cerrar hasta que no tenga el acuerdo definitivo con la UE y termine la etapa provisional de participación en la unión aduanera, al contrario de lo que se proponía inicialmente.

Su Brexit es ciertamente un Brexit, que satisface las pulsiones eurófobas, aunque no sale gratis, como pedían las pulsiones más vengativas con Europa, ni ha podido escoger a la carta las libertades que le interesaban del mercado único. Pero no es un Brexit duro, sino débil y anémico. No es tampoco un Brexit solo de nombre (un Brino: in the name only). Si fuera así no produciría pérdidas como las que ya se han producido y las que vendrán. Para los británicos ante todo, pero no solo. Una unión de los europeos sin los británicos es menos unión y menos europea. Y solo se remedia recosiendo rápidamente lo que se va a romper, como urge en materia de seguridad y de defensa. 

De momento, y si sale, se salvan los muebles: no habrá frontera dura entre las dos Irlandas y Reino Unido seguirá en la unión aduanera. Todo queda a expensas de la negociación definitiva que ahora empieza. Más que blando será un Brexit largo y enojoso. Con un final malo para todos. No hay Brexit bueno. Y siendo malo, es mejor que llegar al 29 de marzo sin acuerdo, el Brexit catastrófico, tal como albergan los corazones más negros de la eurofobia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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