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Tribuna
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Petrópolis

El suicidio de Stefan Zweig en Brasil (1942) conecta con la muerte previa de los valores ilustrados en los primeros años del siglo pasado. La llegada de Bolsonaro es otro suicidio de la razón y del humanismo

Eduardo Madina
Raquel Marín

Sobre la mesilla de una habitación, dos vasos con restos de veneno. A su lado, algunas cartas manuscritas. Sobre la cama, los cadáveres de Stefan Zweig y de su pareja, Charlotte Altmann. La escena sucede en Brasil, concretamente en Petrópolis, localidad cercana a Río de Janeiro, el 22 de febrero de 1942.

Es conocida la historia. El célebre autor de origen vienés lleva tiempo huyendo de Hitler. Desde su salida de Austria en 1934 son ocho años tratando de escapar de la implosión de un movimiento nacionalsocialista que estaba arrasando con todos los rasgos civilizatorios de Europa. En su huida, primero Inglaterra; después, Nueva York, finalmente, Brasil.

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Zweig recibe información a través de distintos contactos sobre el discurrir de la guerra y lee en la prensa el avance aparentemente imparable del ejército nazi en Europa, en África y en el sureste asiático. Todas las noticias le resultan desesperantes. Le llegan rumores sobre agentes de la policía secreta de Hitler que ya han comenzado a operar en Brasil. Siente que no tiene escapatoria mientras mantiene intacta una misma idea; no quiere vivir en un mundo dominado por el nazismo. Junto a su mujer, toma la decisión final del suicidio. Primero bebe el veneno él. Algunos minutos después, ella. Varias horas después, alguien los encuentra muertos sobre la cama, abrazados el uno junto al otro.

En una de las cartas que dejó escritas, una frase final resume la psicología del escritor en una época de penumbra; “Saludo a todos mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí”.

En aquella decisión humana está el inmenso desgarro de quien la toma ante el avance de una pesadilla totalitaria. En el significado que alcanza puede verse un universo entero derrotado; el que se compone de la diversidad centroeuropea de trayectorias culturales en rozamiento continuo, de identidades de permeabilidad y de frontera que nacen en la selva negra y fluyen siguiendo el curso del Danubio hasta desembocar en el Adriático y configurar elementos fundacionales de la propia cultura europea. Aquella herencia vienesa, reflejada en la vida y la obra de Zweig, que desembocó mal, decadente y envuelta en nostalgia, en los primeros años del siglo XX hasta terminar sitiada por dos guerras mundiales entrelazadas.

Las fuerzas que defienden la xenofobia y el supremacismo se propagan de manera preocupante por toda Europa

Hay algo en aquel suicidio en Brasil conectado con el suicidio previo de los valores ilustrados en los primeros años del siglo pasado. El de esa mirada humanista y abierta que trascendía con mucho el tamaño pequeño de algunos conceptos. Esos que tantas veces se han hecho grandes a lo largo de la historia europea; la identidad nacional incontaminada, la impermeabilidad de las fronteras, las patrias cerradas y homogéneas, el ultranacionalismo puesto al servicio de un nosotros puro y un ellos impuro.

Materiales ideológicos siempre a mano en tiempos de dificultad, que fueron llevados hasta su elasticidad máxima en Alemania para el diseño de uno de los mayores abismos de la historia de la humanidad. Un hundimiento lleno de enseñanzas que convendría tener de nuevo presente. El proceso histórico que lo provocó, conducido por personajes infames con excelente técnica en la apelación a la pureza, nos recuerda que la Historia, con su primera letra así, imponente y en mayúscula, siempre mantiene intacta su capacidad para sorprendernos.

Lo ha vuelto a hacer, por ejemplo, con la llegada al poder de Jair Bolsonaro. Otro suicidio de la razón y del humanismo que ha sucedido de nuevo en Brasil y que nos indica la facilidad y la velocidad a la que se propaga el extremismo.

Convendría no caer en el error de pensar que este tipo de personajes y este tipo de procesos son inocuos, que su tiempo pasará sin más y que como un día llegaron, un día se irán, que sus consecuencias no serán transcendentes y que su herencia no será tan grave.

Europa, con ejemplos similares al de Bolsonaro en algunos Gobiernos, en casi todos los Parlamentos nacionales y en el Parlamento Europeo, haría bien en hacer cuanto deba —hacer cuanto deba— en la defensa de nuestros sistemas democráticos, en impedir la normalización dentro de los códigos del debate político de determinados comportamientos marcados por la brutalidad, en aislar los programas que defienden el odio al diferente o el racismo, el supremacismo o la xenofobia, el fanatismo o el sectarismo. Ingredientes, todos ellos, característicos de fuerzas con una enorme facilidad para captar la atención de los medios de comunicación, que están siendo normalizadas y adquiriendo un enorme protagonismo en la vida política. Fuerzas que ya se propagan de manera preocupante por prácticamente todos los Estados miembros de la Unión Europea: 12% de voto en Alemania, 13% en Suecia, 17% en Italia, 21% en Dinamarca y en Francia, 19% en Hungría, 26% en Austria, 37% en Polonia.

Hay que fijar un relato compartido de defensa de la democracia para aislar a los ultranacionalismos

Para ello hacen falta, en primer lugar, reformas orientadas a la superación del contexto de vulnerabilidad económica y profundas desigualdades sociales en el que han surgido este tipo de movimientos.

Por ejemplo, acuerdos para optimizar la regulación transnacional de la economía financiera, políticas para el incremento de las capacidades competitivas de la economía productiva europea y medidas para asegurar la cohesión social de nuestras sociedades a través de los instrumentos de los Estados de bienestar.

En segundo lugar, establecer un relato compartido de defensa de la democracia para el aislamiento político —completo y total— de todos aquellos que ponen voz al odio fanático ultranacionalista en Europa.

No estaría mal tomarse en serio este fenómeno antes de que, de nuevo, sea tarde y actuar en consecuencia frente a la capacidad de este tipo de fuerzas para la destrucción desde dentro de los marcos de convivencia. En nuestro caso, un marco de convivencia que actúa a su vez como mecanismo de protección ante nuestro propio pasado; democracias en proceso de integración de soberanías para el mantenimiento de un espacio de paz y de libertad compartido por la amplia diversidad y la compleja pluralidad europea.

Suele decirse que es imprevisible lo que trae el futuro. La vida y la obra de Stephan Zweig nos recuerdan que, en el caso de Europa, el verdadero riesgo no está ahí. El verdadero riesgo está en que lo imprevisible lo traiga de nuevo el pasado.

Eduardo Madina es director de KREAB Researh Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.

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