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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
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En las ciudades se puede luchar (y mucho) contra el hambre

La FAO recuerda que crece el número de hambrientos en el mundo por tercer año y que las urbes juegan un rol fundamental en atajar la inseguridad alimentaria que sufre una de cada nueve personas

Jon Ander (Flickr Creative Commons)
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El pasado mes de septiembre Naciones Unidas reveló que el hambre había aumentado por tercer año consecutivo, y ya son 821 millones de personas las que la padecen (el 11% del total mundial). En 2017 se sumaron 15 millones de personas a la cifra del año anterior, lo que supone un retroceso a niveles de hace una década. En su informe La seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, la ONU avisa de que este no parece ser un repunte de carácter aislado. Y advierte, a la vez, que la obesidad adulta ha crecido y afecta al menos a uno de cada ocho adultos en el mundo, fundamentalmente en América del Norte pero cada vez más, también, en África y Asia.

Si tenemos en cuenta que se calcula que en 2050 la población mundial podría llegar a 9.100 millones de personas, y casi el 70% vivirá en áreas urbanas, la demanda de alimentos sufrirá un incremento del 70%. Y un creciente porcentaje de personas, viviendo en ciudades, dependerá de una producción externa que choca con la capacidad de los ecosistemas que las sostienen. Y esta demanda, además, deberá satisfacerse a pesar de la creciente escasez de agua y competencia por la tierra, y en un contexto global marcado por el cambio climático. Por eso, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) no es la primera vez que hace un llamamiento a las ciudades, a las que considera imprescindibles para acabar con el hambre, la malnutrición y el desperdicio de alimentos.

Y es que las cifras son llamativas. La FAO calcula que casi 7,5 millones de adultos de la Unión Europea (el 17%) padecen "inseguridad alimentaria grave" y 14 millones de adultos sufren una grave falta de alimentos. Y en el trienio 2014-2016 medio millón de españoles, 900.000 franceses o 2,7 millones de habitantes de Reino Unido vivían en un hogar donde al menos un adulto tenía problemas para comer lo necesario. Por eso, insiste en la necesidad de cambiar los sistemas alimentarios en sus fases de producción, distribución y consumo, para que se realicen de manera sostenible. Y destaca la necesidad de reducir drásticamente el desperdicio de alimentos, que son especialmente elevados en las zonas urbanas (mediante la redistribución y la reutilización de desechos como abono o para generar energía). Hoy día, los consumidores de los países ricos desperdician una cuarta parte de la comida que compran.

Así, los impactos de la forma en que nos alimentamos los seres humanos, cada vez más urbanos, es un debate que hoy, inevitablemente, está sobre la mesa. Según la arquitecta Carolyn Steel fue a partir del siglo XIX, con la industrialización, cuando las urbes comenzaron su expansión sin freno y el flujo de alimentos se tornó “invisible”, y proveniente de lugares lejanos. Entonces, la alimentación cambió su valor. Y se modificó la dieta. Los excedentes de grano se emplearon para alimentar a los animales y el consumo de carne en los países industrializados se disparó. Un modelo de alimentación que ha llevado a que, en la actualidad, tan sólo cinco empresas multinacionales controlen el 80% del comercio de alimentos, mientras que los pequeños productores que producen el 70% de la alimentación mundial viven en situación de pobreza, y son sistemáticamente privados de los recursos que necesitan para prosperar: agua, tecnología, inversión o crédito. Y a que enormes extensiones de tierra en África, y otros lugares, se cedan a inversores a precios muy bajos, o a que las subidas del precio del petróleo supongan drásticos aumentos en el precio de los alimentos básicos.

Por todo ello, desde 2015 las ciudades que se adhirieron al Pacto de Milán de Política Alimentaria Urbana acordaron trabajar para garantizar el acceso a alimentos saludables, promover la sostenibilidad en el sistema alimentario, sensibilizar a la población sobre las dietas saludables, y reducir el desperdicio alimentario. Y el Pacto, con el horizonte de 2050, supuso que las ciudades, por primera vez, empezaran a considerar como un nuevo ámbito de competencia municipal el tema de la alimentación.

Y, poco a poco, se van poniendo en marcha iniciativas orientadas a enfrentar estos desafíos desde las ciudades. Ha resurgido la agricultura urbana (con huertos urbanos ecológicos, granjas verticales, bosques de alimentos, techos verdes), nacen tiendas solidarias (con productos frescos más baratos para personas con rentas más bajas), grupos de consumo, restaurantes de tiempo (que ofrecen alimentos a cambio de trabajo), supermercados ecológicos, o nuevas alianzas con el territorio rural circundante.

Indudablemente, si en 2030 las ciudades albergan a cerca de 5.000 millones de personas, el vínculo entre medio rural y urbano será cada vez más importante. Y la FAO insiste: acabar con el hambre es una cuestión de voluntad política. Que requiere encaminarse hacia una soberanía alimentaria que facilite el igual acceso a una alimentación nutritiva y repiense, desde un enfoque sostenible, tanto la producción como la distribución de los alimentos, incluyendo las prácticas comerciales y las condiciones laborales. Que la agricultura y ganadería reduzcan drásticamente su huella de carbono. Y que las ciudades se comprometan a desarrollar sistemas alimentarios sostenibles conectados a su entorno cercano. De manera que, como recomienda también Oxfam, sea posible responder a los retos de una producción de alimentos sostenible, equitativa y resiliente.

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