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Dar cicuta al enfermo

Fue Obama quien, refiriéndose a Trump, presentó a ese depredador sexual como el hombre que supo encarnar el fascinante argumento de "hacerlo saltar todo por los aires"

Máriam Martínez-Bascuñán

Vivimos tiempos turbulentos. Es esta una época repleta de contradicciones, de fricciones, de nuevos alineamientos políticos que juegan a normalizar el fanatismo, mientras nuestros desvencijados sistemas democráticos continúan deteriorándose a pesar de que nunca se los idealizó tanto desde las tribunas de opinión.

Sin ir más lejos, la elección de Kavanaugh como miembro de la instancia judicial más poderosa del mundo, incluso obviando las dudas existentes sobre su participación en agresiones sexuales o su manifiesta incapacidad para templar su ira en una vista pública, es una prueba más de que el sistema padece una grave enfermedad. Su elección es el síntoma de una defunción, la de la antigua lógica de cooperación entre partidos en EEUU, y de la creciente polarización social como expresión del conflicto político. Nunca en la historia reciente se marcaron líneas tan nítidamente partidistas para articular el voto del Senado en la confirmación de un candidato a juez del Tribunal Supremo.

Tampoco es fácil entender que alguien como Bolsonaro, abiertamente racista, homófobo y con un decidido desprecio hacia las reglas del juego democrático, haya podido obtener un 46% de apoyo en la primera vuelta de las elecciones brasileñas. La sensación de desconcierto es, de nuevo, el elemento central en nuestra observación de la realidad política global, quizás porque no somos capaces de objetivar las causas de estos seísmos demasiado recurrentes. Cuando la ira y el resentimiento se expresan en público sin pudor y se elevan a categoría política, quizá resulte insuficiente la búsqueda de motivos racionales para arrojar cierta luz sobre la dirección hacia la que nos movemos.

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Fue Obama quien, refiriéndose a Trump, presentó a ese depredador sexual como el hombre que supo encarnar el fascinante argumento de "hacerlo saltar todo por los aires". Si esto es así, si el ascenso de la demagogia procede del impulso emocional de purgar un sistema y a los dirigentes que lo han gripado, ¿por qué preferimos poner a un suicida al frente de un barco que hace aguas? ¿Qué nave es esta que no ofrece capitanes alternativos? Si el populismo deriva de la crisis del sistema democrático, ¿por qué nos decantamos por los actores más destructivos, por aquellos que, como en Brasil, coquetean con la dictadura o por quienes alientan el peligroso deterioro de una loable tradición institucional, como sucede en Cataluña? Tal vez ya no podamos funcionar políticamente como si las reglas que han mantenido estable nuestro orden político continuaran vigentes, aunque resulte difícil entender por qué utilizamos cicuta para curar al enfermo. @MariamMartinezB

 

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