Respetos
Si de verdad tuviéramos una enorme consideración por las decisiones judiciales, quizá lo que deberíamos hacer es empezar a esforzarnos por entender las complejidades de su labor
Yo tengo el máximo respeto por las decisiones judiciales. Esto dice todo el mundo. Pero como les sucede con los arbitrajes en el fútbol, lo correcto sería añadir: siempre y cuando me den la razón. El respeto, de verdad, consiste en tolerar que te lleven la contraria, siempre y cuando unos y otros se sometan a la discusión razonable. Ha tenido que ser el propio poder judicial el que nos enseñe que, para empezar, entre los propios jueces hay discrepancias radicales. El último ejemplo ha sido el caso abortado de investigación sobre el máster presuntamente regalado a Pablo Casado. Gracias a su condición de aforado, el Tribunal Superior vino a decirle a la juez de instrucción que todo su trabajo carecía de sentido y que dejara de enredar. La juez entendió que este varapalo la obligaba a suspender las investigaciones sobre los otros dos o tres alumnos que se sacaron el título sin ir a clase ni hacer trabajos. Ya que hay privilegios, que lo sean para todos, ¿no?
Este episodio causa daños irreparables a las instituciones judiciales en los últimos años. El intercambio de bofetones entre la juez instructora y la fiscalía da para una tesis doctoral. ¿Qué está pasando? Por si faltaba algo, la propia Universidad ha reclamado que no se cierre la investigación. ¿Por qué? Pues muy sencillo: resulta hiriente que un mismo título lo obtengan alumnos esforzados que asistieron a clase y alumnos recomendados que ni asomaron las barbas por el aula. ¿Y qué va a ocurrir? Nada, que es lo que sucede cuando las fuerzas en discordia están parejas. Pero volvamos al asunto principal. Los jueces discrepan de los jueces. La semana pasada, un tribunal europeo negó amparo a una de las reclamaciones de los independentistas catalanes y ha fallado en favor del Tribunal Constitucional español que los multó por formar parte del comité electoral del referéndum secesionista. En esta ocasión nos hemos ahorrado las críticas feroces que sufrieron los tribunales belgas, suizos y alemanes que se negaron a extraditar a los políticos catalanes fugados. Algunos llegaron a maldecir la eficacia de la euroorden de detención y entrega y vaticinaron el fin de la unión de países europeos. Pero se trata tan solo de discrepancias profesionales.
En las mismas fechas en que España se llevaba estos disgustos, en nuestro país se decidía no extraditar al contable Hervé Falciani a Suiza. Pese al esfuerzo de la banca helvética por meter en prisión a quien osó filtrar una lista internacional de evasores fiscales, España se ha negado a entregarlo. Poco antes, también negó a Turquía la extradición de un periodista crítico con el Gobierno de Erdogan. No vio justificada la orden de detención de Interpol y liberó al profesional para que regresara a su exilio en Suecia. El derecho de asilo, que es la potencia del anfitrión para decir con voz rotunda que en su casa manda él, prima sobre otros intereses. Es dudoso que España extraditara a un par de políticos separatistas flamencos que se hubieran rebelado contra el Gobierno belga y tampoco parece muy probable que los jueces españoles mandaran esposado de vuelta a su país a un rapero francés que se hubiera cagado en los muertos de De Gaulle. Si de verdad tuviéramos un enorme respeto por las decisiones judiciales, quizá lo que deberíamos hacer es empezar a esforzarnos por entender las complejidades de su labor. El respeto está por encima de la democracia numérica, porque consiste en atender a las razones del otro incluso cuando podemos derrotarlo.
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