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Tribuna
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‘Molt Censurable president’ Quim Torra

La oposición catalana podría abortar la parálisis del Parlament con una moción de censura. La oposición española ayudaría si respetase la autonomía, pilar de la Constitución, y adquiriese sentido de Estado

Xavier Vidal-Folch
RAQUEL MARÍN

La autonomía catalana es la encarnación del autogobierno. Y es pilar sustantivo de la democracia española. En ambas cualidades está seriamente amenazada.

Verbalmente, por las proclamas neo-centralistas que reclaman su intervención permanente. En los hechos, por las actuaciones del bloque independentista en el poder, que paralizan a su máxima institución representativa, el Parlament.

El cierre de la Cámara, la continua suspensión de sus sesiones plenarias (a petición de los dos grupos del Govern), como continuo recurso para suturar las crecientes discrepancias entre Esquerra y el PDeCAT, es una frivolidad.

Y una humillación a los electores. El Pleno es nada menos que “el órgano supremo del Parlament” (artículo 72 del Estatut). Abusar del poder de desconvocarlo a media sesión lo desnaturaliza, acalla las otras voces que representan a los ciudadanos y deslocaliza hacia la calle la acción política. Con las fricciones y episodios violentos que de ello pueden resultar y resultan, según acaba de comprobarse en la funeraria celebración del 1-O.

Urge, pues, salvar a la (trémula) Cámara legislativa del (desnortado) Ejecutivo.

La oposición dispone de un útil instrumento para rescatar al Pleno. Y con él, al entero Parlament. La moción de censura (artículo 152 del Estatut). Porque esa moción exige Pleno. ¿Alguien se atreve a interponerla contra Quim Torra como president de la Generalitat? ¿Acaso no sería automática en cualquier otra democracia occidental? ¿Es imposible aquí colgarle el cascabel al gato?

Como trámite, puede acabar de dos maneras. La buena es que restablecería la dignidad de la Cámara, al asegurar la continuidad de sus sesiones plenarias frente a los tímidos émulos domésticos del general Pavía (aunque, esta vez, sin caballo). Que enaltecería el debate político, hoy muy romo. Que aspiraría a visualizar las graves fisuras del bloque indepe. Que podría estimular a los realistas de Oriol Junqueras y David Bonvehí frente a los ciegamente fieles a Torra y Carles Puigdemont.

Y que consolidaría una alternativa de gobierno. Aunque fracasara en el objetivo principal, ya que la aritmética parlamentaria hace muy improbable la destitución del jefe del Ejecutivo.

La actual Generalitat amerita la censura porque acumula demasiados meses de inacción e incompetencia

La mala sería que los socios que lo componen también boicoteasen e interrumpiesen el desarrollo del plenario de la moción. Pero eso implicaría la conversión de la actual tendencia a la autocracia en flagrante totalitarismo.

Torra amerita adicionalmente la censura política solemne porque en solo cuatro meses acumula demasiada incompetencia. Porque no gobierna. Porque no ha lanzado ni una sola gran iniciativa, ni pequeña, ni mediana, ni ha presentado a la Cámara ningún proyecto normativo sustancioso, ni una sola idea nueva. Porque solo agita, excita e irrita a propios y extraños. Porque degrada su legendario cargo al considerarse vicario de un poder exterior. Porque en vez de garantizar la actuación de los Mossos que de él dependen vitorea a los violentos CDR que los agreden. Porque quiebra la institucionalidad democrática (no al criticar, sino) al vituperar al Jefe del Estado. Porque esa estrategia es autolesiva para la Generalitat, pues en tanto que cabeza de la misma es precisamente el representante ordinario en tierra catalana de ese mismo Estado. Como se blandía en 1640, “Visca la terra e muyra lo mal govern”.

La moción de censura encarna más virtudes. Es acción política, cuando se reclama —y los ciudadanos esperan— política, junto a la indeclinable defensa de la ley democrática. Amplía el eco de discursos alternativos al oficialista: la radiodifusión pública no puede en esa ocasión caricaturizarlos ni residualizarlos tan fácilmente.

Y es defensa de la autonomía desde la autonomía, mediante un instrumento del texto mayor de la autonomía: no solo la habitual negación de los espectrales beneficios de la secesión, sino asimismo afirmación de la vía propia, la del catalanismo efectivo: autogobierno y complicidad en la gobernanza de España.

En el hemiciclo de la Ciutadella hay dos protagonistas que puedan emprender este empeño. Por potencia de grupo y perfil propio son Inés Arrimadas (Ciudadanos) y Miquel Iceta (PSC), una vez descabalgado el respetado líder de los comuns Xavier Doménech. A cualquiera de ambos les beneficiaría. Arrimadas tendría la oportunidad de acreditar que la jefatura de la oposición es algo más que mero título. Que sus votantes sacan rédito constructivo a sus papeletas, más allá de las frontales posiciones debeladoras y el arrojo personal. Y que de verdad alberga la voluntad de gobernar la Generalitat, no la de desmochar la autonomía. Ni la de triturar la cohesión social contribuyendo a ulsterizar o belguizar Cataluña en dos comunidades étnico-lingüísticas enfrentadas, como destacados ponentes afirmaron temer en la reciente jornada de Sociedad Civil por el Debate, que dirige Manuel Campo Vidal (no confundir con Societat Civil Catalana) en la Universitat de Lleida.

El diálogo ha logrado aflorar las divisiones del ‘bloque indepe’ y retrata a quien quiere volar todos los puentes

Iceta tendría ocasión de demostrar que es líder con voluntad de mando, amén del mejor y más irónico analista del Parlament. Y de subrayar que su clamor por (y apoyo al) diálogo significa reivindicar el obligatorio entendimiento entre instituciones. Lo que no implica ninguna benigna tolerancia hacia quienes lo utilizan deslealmente como recurso de apariencias suavizantes a su “ataque” al Estado. Y que no es contradictorio, sino complementario, que un partido (el PSC) emprenda acciones (la censura) distintas de las que debe cumplimentar un Gobierno, como hace el de Pedro Sánchez (la negociación).

Algo diferente a lo que gasta el Molt Censurable: arengar desde el balcón y atizar a todos los balcones, propio y ajenos; confundir partido, movimiento, pueblo y líderes descabalgados, entre sí y consigo mismos; amenazar con ultimátums, negarlos tres veces como Pedro, y luego reformularlos como asechanzas sin fecha.

En nombre del orden democrático y de la pulsión por el autogobierno censuren el caos. Si no es molestia.

Ayudaría mucho a esa contundencia una estrategia inteligente de la oposición española (Ciudadanos y PP). Por principio: pues cercenar la autonomía vulnera la Constitución que dice defender.

Por resultado: pues es caminando sobre dos pies —ley y diálogo— como el Gobierno ha hecho más que nadie en breve tiempo para aflorar las divisiones (en bondadoso, el pluralismo) del cuarteado, pero pertinaz, bloque indepe. Dialogar es la esencia del método democrático. Y retrata a todos los convocados. A los bienintencionados. Y a quien quiere volar todos los puentes, para flotar, él solo, en la inquina.

Si las derechas quiebran el alma autonómica de la Constitución, adiós a la Constitución de todos. Quedará solo para el centro-izquierda, los nacionalismos vasco, gallego y canario, y lentamente también para la izquierda de la izquierda. Más que nada. Pero no un país entero.

Podrían, en cambio, despachar sentido de Estado, apoyar al Gobierno a cambio de monitorizar sus gestos y medidas, y mejorar su lenguaje, mediante algún mecanismo de vigilancia compartida. A eso sí tienen derecho, no a reventar las costuras del pacto constitucional ya doliente. Y el Gobierno socialista debería abrirles cancha pactista como a él se la abrió Mariano Rajoy el otoño pasado.

Para que la oposición catalana sea más efectiva en su censura convendría que la española abandonase el zafio estilo de embestida. Sofistíquense, si pueden.

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