Una visita a nuestros orígenes
La fauna de Ediacara, la más antigua del mundo, contiene animales por el criterio del colesterol. No fue nuestro origen, pero sí un intento loable
Si miráis la foto con atención y durante un buen rato, quedáis exentos de leer este artículo. Lo que primero habrá llamado tu atención son las raspas, todas esas estrías radiales que llenan el cuerpo, o más bien encarnan el cuerpo, de esa entidad biológica que vivió y murió hace 560 millones de años. Lee las claves en Materia.
Sé que contar el tiempo hacia atrás es un rollo y un agobio, así que se me ha ocurrido hacerlo al revés: hace 4.500 millones de años, cuando se formaron el sistema solar y la Tierra, será nuestro año cero. Las primeras evidencias incontestables de vida provienen del año 900 millones, y hay candidatos del año 600 millones. Todo aquello eran bacterias (y arqueas, un dominio separado de microorganismos), y se pasaron la mitad de la historia del planeta adaptándose a las condiciones geológicas, y diversificándose hasta conquistar el último rincón del último ecosistema de la Tierra. También produjeron el oxígeno que respiramos. Pero su cuerpo –su organización en un ser multicelular, su dominio de las leyes de la simetría— nunca llegó a superar la complejidad de un microbio, un ser unicelular sin más aspiraciones que sobrevivir en un mundo difícil. Inteligencia bioquímica, pero pocas aspiraciones geométricas.
Para eso hubo que esperar hasta el año 2.500 millones, según las mejores estimaciones actuales. Solo entonces, tal vez por un incremento agudo del nivel de oxígeno (pero esto es una cuestión polémica), la evolución inventó la célula moderna, o célula eucariota, en la jerga, que se originó por una fusión de bacterias y arqueas en un solo autómata de propiedades prodigiosas. Cada una de nuestras neuronas es una célula eucariota, como cada uno de nuestros hepatocitos (células del hígado) y nuestros linfocitos, las defensas del cuerpo contra la infección y el cáncer. Sin esa invención del año 2.500 millones, no existiría ningún animal, ni por lo tanto nosotros, que somos los más animales de todos. Y, pese a todo esto, todavía hubo que esperar 1.500 millones de años (hasta el año 4.000 millones, en nuestro calendario) para que aparecieran los primeros animales. Nuestros ancestros se hicieron esperar, verdaderamente. Tal vez su disparador fue otro incremento agudo del nivel de oxígeno (pero esto vuelve a ser una cuestión polémica).
La frase con que Darwin cerró El origen de las especies ha sido una inspiración para generaciones de evolucionistas: “Hay grandeza en esta concepción de la vida [...] mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas”. Darwin nos hace mirar la cuestión desde una perspectiva interesante y abarcadora. Siempre estuvo preocupado por la explosión cámbrica, que generó todas geometrías animales actuales en un pestañeo geológico de creatividad. Le habría fascinado también la fauna anterior de Ediacara, que parece proponer soluciones al problema esencial de la organización multicelular, y que seguramente no logró sobrevivir como estructura. A aquella fauna pertenece nuestra nueva prima Dickinsonia, esa especie de rodaballo imposible, sin boca ni ano ni tubo digestivo, pero que a la que yo, llámenme comilón, no puedo dejar de imaginarme a la plancha con una guarnición de ensaladilla rusa. Si Dickinsonia viviera hoy, ¿la vendería el verdulero o el pescadero? Pensad y leed Materia.
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