Historia de dos países
La moraleja es que deberíamos desconfiar de las virtudes mágicas de las reformas simples y ocurrentes.
Esta es la historia de dos países que, con la misma renta per capita,decidieron compartir una moneda. En los dos países el sistema político obligaba a gobernar mediante amplias coaliciones que incluían a muchos partidos. Esto dificultaba la atribución de responsabilidades y, a juicio de muchos, hacía que los Gobiernos fueran frágiles e incapaces de pensar en el largo plazo. En parte por ello, los dos países compartían un mismo problema: una altísima deuda pública. El país A estaba embarcado en una serie de reformas institucionales destinadas a corregir estos problemas: el sistema electoral se hizo más mayoritario, los partidos viejos desaparecieron o sufrieron mutaciones que los hicieron irreconocibles, y las elecciones por fin pasaron a ser competiciones entre dos bloques, uno de centro-izquierda y otro de centro-derecha, que ganaban o perdían y se sucedían en el poder. En el país B, sin embargo, la fragmentación electoral y parlamentaria siguió campando a sus anchas. Las elecciones eran la misma sopa de letras de antes, y no servían para declarar un ganador y un perdedor. En dos décadas, solo un partido alcanzó una vez el 20% de los votos, y se trataba de un partido que defendía la secesión de una parte del territorio. Inevitablemente, los Gobiernos siguieron negociándose “en los despachos”. Siete partidos diferentes pasaron por el Ejecutivo, y las dificultades para llegar a acuerdos hicieron que una vez se estuviera año y medio sin Gobierno.
Como muestra un reciente trabajo del economista André Sapir, las experiencias de estos dos países durante los primeros 20 años de moneda única han sido muy diferentes, pero no en la dirección que podrían imaginar. El país de la fragmentación y los Gobiernos de coalición es hoy un 20% más rico que su vecino, y ha logrado reducir en 10 puntos su deuda pública sobre el PIB (en el vecino reformista creció 20 puntos). Un país se llama Bélgica, el otro Italia. La lección no es que haya que imitar el modelo belga (que afronta muchos problemas) o que el cambio institucional es contraproducente (en Bélgica se han reformado muchas cosas). Más bien, la moraleja es que deberíamos desconfiar de las virtudes mágicas de las reformas simples y ocurrentes. Las exitosas suelen ser menos grandilocuentes, se apoyan en consensos sociales más sólidos y acaban siendo políticamente más sostenibles.
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