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Columna
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Carl Schmitt en Cataluña

Como no podía ser de otro modo, lo primero que hizo el Govern fue impedir un debate abierto en la Cámara

Antonio Elorza
Un tramo de la diagonal de Barcelona durante la Diada.
Un tramo de la diagonal de Barcelona durante la Diada.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

No hay palabra más repetida en el vocabulario del independentismo catalán que “democracia”. Sirve de seña de identidad y de arma arrojadiza. Las aspiraciones del movimiento soberanista serían la expresión más pura de la democracia, por cuanto tienen por único objetivo votar sobre la cuestión esencial y, frente a ellos, quienes lo rechazan —el Gobierno de Madrid, los constitucionalistas— son la expresión de la negatividad pura, franquistas renacidos. Entre ambos polos no cabe posición intermedia.

La cuestión es saber en qué consiste esa democracia, enfrentada a la Constitución que votaron ampliamente los catalanes y al Estatut vigente. Su recorte sirvió de coartada para plantear una situación política del todo nueva, donde un sujeto todopoderoso, el pueblo catalán, no la sociedad catalana en su conjunto, adopta el único camino, la independencia.

Desde 2012 nunca se trató de abrir un amplio espacio deliberativo en el que los ciudadanos catalanes expresaran y recibieran opiniones sobre cuestión tan trascendental. La isegoría estuvo forzosamente ausente.

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Si el Parlament jugó un papel de primer orden, ello solo tuvo lugar en las sesiones donde el 6 y el 7 de septiembre se decidió el golpe de Estado, para mí poco posmoderno, aunque eso suene bien, remake de pasados ejercicios de destrucción de la democracia, singularmente en países totalitarios. Y, como no podía ser de otro modo, lo primero que hizo el Govern fue impedir un debate abierto en la Cámara.

A partir de ahí, por muchos que fueran los participantes en el 1-O la democracia auténtica dejó de existir y dejó paso al decisionismo político basado en la movilización desde arriba del “pueblo”. Solo que esto nada tiene que ver con la democracia representativa y sí con la democracia por aclamación que teorizó en los años veinte Carl Schmitt para el nacionalsocialismo.

Las elecciones se subordinan al acto puntual en el que ese “pueblo catalán”, sujeto previo a toda institución, adoptará la única decisión lícita, la independencia. Para asentarla tiene lugar un proceso intensivo de autoafirmación y deslegitimación del oponente, que ya ni siquiera conserva derecho a manifestarse.

Siguiendo a Schmitt, no cabe aceptar el pluralismo en el trayecto que va de “ocupar la calle” al referéndum, ya que en la base del procés y como objetivo supremo se encuentra la homogeneidad, con su carga excluyente del otro. La puesta en práctica se atendrá a la distinción entre amigo y enemigo, con la consiguiente designación de chivos expiatorios. Más sacralización: cruces y lazos amarillos. Balance: un eficaz totalismo, totalitarismo horizontal.

Esto pudo ya preverse en 2012: no era cuestión de independencia, sino de democracia. Ahora es difícil de frenar. Carl Schmitt era un gran estratega del Mal.

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