Para la historia nacional de la infamia
Adulterar algo que se dijo con el objeto de obtener de jueces belgas una impresión falsa debe sonrojar a la ciudadanía, también a la independentista
El trapicheo de parchís que organiza el expresident Carles Puigdemont cuenta con cómplices adiestrados en burlar la verdad y producir las mentiras. Ese equipo aficionado a la distorsión adulteró una traducción para que esta dijera en francés algo muy distinto a lo que decía en español. Ahora, el que emplea a los abogados, el citado expresident, ha dicho que ese error será subsanado.
El error no es menor, es gravísimo. Adulterar algo que se dijo con el objeto de obtener de jueces belgas una impresión falsa debe sonrojar a la ciudadanía, también a la independentista, a los abogados en general y a los traductores, cuya profesión es tan sagrada como imprescindible. Quien haya hecho esa traducción arriesga el prestigio de los profesionales dedicados a calcar hasta los suspiros del que se expresa en otro idioma. La trascendencia del documento procesal que implica a un juez español lleva a concluir que la infeliz ocurrencia solo puede provenir de la mala fe.
En este error insólito no hay inocencia alguna, no se puede limpiar con una fe de errores, ni siquiera se puede subsanar ahora cortando la falacia y sustituyéndola por la verdadera frase dicha. Lo que queda de manifiesto es una labor de ladrones de las palabras ajenas para buscar con el equívoco una decisión judicial que llene de regocijo al tramposo mayor y a los que coadyuvan a hacer eficaz y duradera la infamia. El objetivo es desacreditar la justicia española y, de paso, poner en entredicho no solo a un juez, sino, y esto no es menor, los mecanismos con los que se produce algo tan decisivo como la profesión del traductor.
El afectado por este peligroso enjuague es el juez español que entiende la causa contra independentistas como el citado Puigdemont, quien acudió con cartas trucadas a la justicia belga para que esta llame al orden al magistrado que le persigue. El argumento: que España es un Estado mezquino y opresor, incapaz de juzgar a los ciudadanos según las leyes dedicadas a salvaguardar la presunción de inocencia y, por tanto, a respetar y mantener el derecho de defensa.
Eso es mentira, pero en esa tesitura canta el expresident. Rodea sus circunloquios de hechos falsos, con esa mezcla se engaña a sí mismo, luego engaña a los suyos y, finalmente, poseído de la locura a la que conduce la afición a distorsionar, llega a la desembocadura en la que entra esta última iniquidad: poner en boca de alguien, un magistrado español, lo que el propio Puigdemont hubiera querido escuchar para atraer a la justicia belga a su propia causa. Alrededor del expresident se festejó el hallazgo de lo que el juez había dicho (que no dijo) en el tono jocoso con que se celebran todas las derrotas de España. Así es en esta tertulia de vecindad en que se han convertido sectores de la política y del periodismo tuitero.
Los que se llevaron las manos a la cabeza por lo que dijo el juez, que resulta que no dijo, no han salido aún de sus mullidas cavernas a expresar estupor por sus precipitadas condenas. Y en el mundo independentista esto se salda como si fuera la consecuencia de un error de imprenta que se subsana de un soplido.
Tiempo de infamia cuando da igual decir mentira si el propósito es acentuar el lodo nacional en medio de las carcajadas de los que cometen indignidad simulándose tan puros.
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