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Los peligros de la espiritualidad (y la romantización de la pobreza)

La idea de que la felicidad radica en la carencia está en la literatura, en la distorsión del propio concepto y en el choque de valores entre Occidente y Oriente

Es un debate recurrente en el ágora irregular pero global llamada Twitter: de tanto en tanto, en la red aparece alguna imagen de algún niño de un país en vías de desarrollo que luce una sonrisa amplia y clara. Y de esa imagen, y del comentario que le acompaña, surgen diferentes debates, y alguno de ellos defiende que esa imagen del niño feliz demuestra, de alguna forma, que la pobreza es un camino hacia la felicidad.

Algo así sucedió hace unos meses, cuando la imagen de unos menores del sur de Asia jugando sonrientes a las carreras de sacos en un entorno pauperizado construyó el debate sobre si el origen de esa sonrisa era su entorno o si esa sonrisa llegaba a pesar de su entorno. En la discusión subyacía una idea romántica —y riesgosa— de la pobreza como un valor moral, de la carencia como un camino hacia la pureza de espíritu. Y es hasta un punto normal que esa idea surja: tal vez no seamos conscientes, pero hemos vivido golpeados mil veces por esa noción. En el arte. En la literatura.

"A la pobreza se le ha otorgado un componente romántico en el que se han desarrollado historias clasiquísimas", explica Natalia Zarco, vinculada a la editorial Periférica. "El Cuento de Navidad de Dickens —prosigue— es un claro ejemplo: Ebenezer Scrooge representa todo lo malo, a pesar de que tiene todo a su disposición, y la familia Cratchit representa el bien, a pesar de que solo se tienen a sí mismos y basan su felicidad en el amor". Zarco también traductora de Con rabia, de Lorenza Mazzeti subraya en todo caso que esa idea subyace en un cuento, es decir, en una forma literaria "que es una exageración hasta en las moralejas: bien y mal están perfectamente delimitados". No obstante, al incardinarse en el imaginario colectivo "ha contribuido a crear ese fantasma de que la pobreza nos haría más felices".

Esa moraleja simple, no obstante, no se nutre solo de Dickens o de la literatura ¿De la misma forma que el Romanticismo cayó en la fascinación por la ruina arquitectónica condujo a la fascinación por una ruina personal? "No exactamente, el segmento de población que se fascinó por las grandes ruinas era gente acomodada", corrige Zarco, y añade: "Pero existe una gran fascinación por las ciudades decadentes".

Las vanguardias de principios del XX son un ejemplo de la devoción "que existe por la bohemia de París, que se centraba en personajes terribles, como los que se ven en las pinturas de Toulouse-Lautrec: cabarés, prostitutas, droga, pobreza extrema, las buhardillas...". Ese decorado también generó una admiración por la bohemia, por la vida en carencia, pero en la que, a cambio, existen —o al menos esa idea se ha incardinado como percepción colectiva— libres y felices. "Pero no sé hasta qué punto eran felices: no veo ninguna cara feliz en los cuadros de Toulouse-Lautrec", ironiza Zarco.

Sería fácil pensar que esa idea romántica de la pobreza quedó atrás o se nutre solo del pasado. Pero no es así. La historiadora del arte recuerda que tras eventos tan recientes como la caída del Muro de Berlín hubo "una especie de mitificación" del Berlín-Este depauperado que se conoció en toda su dimensión a lo largo de los años 90: "No son eventos ni ideas tan lejanas en el tiempo o la distancia".

Occidente se busca en Oriente

En términos generales, Occidente ha mirado con condescendencia a Oriente, fundamentalmente porque la contemplaba desde un prisma económico. A pesar de la inmensidad y la diversidad de Asia, el juicio general es que se trata de un continente pobre. Sin embargo, a pesar de esa pobreza y particularmente desde los años sesenta, Occidente ha ido a buscar la llave de la felicidad a Oriente, contribuyendo así a la imagen romantizada de la pobreza. Ya fuera por los Beatles a través el hinduismo o a la llamada medicina china tradicional —cuyo hallazgo en Occidente es difícil de desligar de la Revolución Cultural maoísta—, el Tai-Chi, el Yoga o la filosofía Zen se han convertido en recursos comunes entre occidentales para alcanzar una armonía que les lleve a la felicidad.

"El concepto de pobreza tiene lecturas distintas en Oriente y en Occidente", explica Alba Ambrós, experta en Asia. "Para nosotros —prosigue—, la idea de pobreza se resume en un concepto material: no tener poder adquisitivo. En cambio, en Asia este concepto abarca también el lado espiritual de la persona". Dicho de otro modo: mientras en Occidente la pobreza es una ausencia de posesiones, en Oriente existe otro concepto de pobreza: el de la falta de armonía entre lo material y lo espiritual.

El trato personal, por ejemplo, escenifica hasta qué punto hay una diferencia apreciativa de lo que es pobreza. De la misma manera que asumimos que la sociedad occidental es competitiva, precisamente porque el éxito es la medida de la felicidad, y la felicidad se mide en posesiones, en Oriente los demás no se perciben como competidores. "Aunque Edward Said, autor de Orientalismo, define diferentes orientalismo en función de la geografía —el subcontinente indio, el Sudeste Asiático, China y el este de Asia— hay un principio fundamental global que es el de no perder la cara", explica Ambrós, que destaca que "es el concepto clave sobre el cual gira todo el engranaje social, político, cultural y económico de esta parte del mundo".

¿Y qué es no perder la cara? "Es equiparable a nuestra apreciación de no ser humillado en público. Esto conduce, por ejemplo, a que en una negociación o en una discusión siempre se busque una salida que permita a los implicados mantener una postura honorable". Si en Occidente la actitud ante un conflicto entre personas es ganar, en Oriente es armonizar. Porque aunque la victoria tuviera un rédito económico conllevaría la humillación del otro: es decir, le conduciría a una pobreza espiritual que es culturalmente inasumible.

Ambrós añade otro ejemplo como muestra de la falta de ligazón oriental entre la posesión y la felicidad: "Un monje budista, que no tiene ninguna posesión material, es respetado por toda la sociedad, que lo considera un ser poderoso. Hasta el punto que la gente se siente satisfecha con la posibilidad de poder invitar a su casa a desayunar a un monje". Y añade. "En contraposición, en el mundo occidental, un millonario con enorme poder económico e influencia social puede ser inmensamente infeliz, al sentirse agobiado y preocupado por el mantenimiento de sus bienes y condición". Una actitud que nos recuerda al Scrooge del Cuento de Navidad. Al renunciar a una armonía entre lo material y lo espiritual y centrarse solo en la acumulación de lo que tiene valor económico, el personaje de Dickens se descubre desgraciado. Y es cuando deshacemos a la inversa este proceso cuando llegamos a la conclusión romantizada de que en la pobreza está en la felicidad.

La cuestión de la espiritualidad

La armonía entre materia y espíritu es uno de los principios comunes de las diferentes filosofías orientales. Pero en las sociedades occidentales —es decir, en las históricamente influidas por la filosofía cristiana—, los valores son diferentes. Pensemos en un momento en el ejercicio de la compasión que conduce a las obras de caridad, una virtud teologal para la Iglesia Católica, cuya influencia moral histórica en Occidente es innegable. La compasión se entiende, en un concepto plano, como hacer el bien al prójimo. No obstante, para ejercer poder ser compasivo, para poder ser caritativo, es necesario alguien sobre el que ejercerla. Por lo tanto, obliga a que existan personas en estado de necesidad.

En La tentación de la inocencia, Pascal Bruckner sostiene que "resulta más fácil simpatizar en abstracto con gente infeliz, puesto que hacerlo con gente feliz requiere una disposición de ánimo más abierta, ya que nos obliga a luchar contra el obstáculo que representa la envidia". Y añade: "Tanto lo humanitario como la caridad buscan únicamente individuos afligidos, es decir, seres dependientes; por el contrario, la política [entendida como el gobierno del grupo] exige interlocutores, es decir, seres autónomos. Una cosa produce seres asistidos y otra, seres responsables".

Dicho de otro modo: bajo esta perspectiva, la relación de dependencia que genera la pobreza la convierte en necesaria para la felicidad. Porque el caritativo se siente virtuoso al ejercer la caridad y el beneficiado se siente dichoso al ver solventada su aflicción a través de un bien. No es difícil ver esta idea en las imágenes que colgó en sus redes sociales durante unas vacaciones una célebre de una influencer, ni en la polémica que suscitó.

La distorsión de las palabras

En un análisis final, el conflicto respecto a la romantización de la pobreza no deja de ser, de alguna forma, un conflicto de percepción. De vuelta al arranque de este texto, a aquellos niños pobres pero felices jugando a las carreras de sacos, tal vez no nos queda otro remedio que admitir que la lectura naïf de que son felices porque son pobres es un error de interpretación del observador. No, la pobreza es el escenario; la escena —que es lo que delimita la emoción— es unos niños jugando. Es decir: la felicidad no está en el dónde, sino en el qué. En lo armónico entre lo material —algo con lo que jugar— y lo espiritual —el juego, connatural a la niñez—. En la sencillez del juego, y no en el entorno. Y respecto al escenario, tal vez confundamos lo pobre ("que no tiene lo necesario para vivir", dice la RAE) con lo sencillo ("que no tiene lujos ni adornos excesivos", define el diccionario), por el hilo común de no percibir abundancia.

Entonces, ¿hemos pervertido el lenguaje hasta el punto de confundir los conceptos? "Todo está distorsionado o adaptado a un nuevo tiempo", resume Natalia Zarco. Felicidad, explica, no significa los mismo a lo largo del tiempo. No es lo mismo lo que era la felicidad para nuestros abuelos, que fueron niños durante la Guerra Civil o la dictadura, que para un niño actual: "Ha habido una evolución de los conceptos de la mano de la escritura, que ha caído en la oralidad, en una simplificación de matices que algunos califican de empobrecimiento, pero que ha liberado al lenguaje de la carga académica"."Aunque no deja de ser curioso", concluye Zarco, "que a lo que resta complejidad le llamemos empobrecimiento, en vez de sencillez".

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