Mercado y sentimiento en el derroche del fútbol
No se rinden cuentas a los socios; se paga a discreción, a manos llenas, lo que haga falta. Si hay que poner un camión lleno de dinero en la puerta de Mbappé, se pone
A propósito de los fichajes de Arrizabalaga por el Chelsea y de Courtois por el Real Madrid vuelve a oírse con asiduidad y ánimo exculpatorio el concepto mercado. Exactamente en el mismo tono didáctico empleado por Rodrigo Rato cuando pronunció la consigna del siglo en el Congreso: “Es el mercado, amigo”. No hay que darle más vueltas. Los precios del fútbol están en manos de una deidad llamada mercado que exime a compradores y vendedores de cualquier otra explicación. El latiguillo explicativo (¡el mercado!) para pagar más de 220 millones por Neymar o más de 100 millones por Bale es, por supuesto, falso. Para que exista un mercado no solo tiene que haber un cruce de precios de oferta y precios de demanda. Es necesario además que se dé una formación transparente y calculable de esos precios. Hay pocos casos de mercado auténtico y el fútbol no es uno de ellos.
Podrá decirse que en los clubes que son sociedades anónimas o propiedad de algún magnate enriquecido con la privatización de bienes públicos, basta que el misterio de lo pagado obre en conocimiento del pagador. Pero no es el caso de aquellos equipos que pertenecen a sus socios. Pues bien, es poco probable que los socios de los clubes (en la Primera División española, Athletic Club de Bilbao, Barcelona y Real Madrid) conozcan el detalle de cómo se han construido los precios de sus fichajes. ¿Acaso sabemos a cuánto ascendieron las retribuciones de los intermediarios y los agentes en fichajes galácticos y estratosféricos bien conocidos? ¿O en cuánto aumentaron el coste final los precontratos de garantía del fichaje de turno? ¿O cuánto se llevaron los padres de las estrellas del balompié, que han descubierto el viejo oficio de madre de folclórica?
En fútbol no se rinden cuentas; se paga a discreción, a manos llenas, lo que haga falta. Si hay que poner un camión lleno de dinero en la puerta de Mbappé, se pone. Los dueños de los clubes, los socios, nunca sabrán cuánto hay en el camión. En el mejor de los casos, la contrapartida son triunfos; en el peor, quiebras y ayudas públicas subrepticias. La praxis perversa se convierte en ideología para justificar el despilfarro cuando se proclama que esa opacidad “es la única forma de fichar”. El conocimiento exacto de las cuentas “malograría” la práctica del dispendio; “no se puede fichar si no es en secreto”, cacarean. El fútbol es un universo económico donde el demandante (del futbolista) paga nueve veces de cada diez lo que pide el ofertante. Existen las mismas razones para decir que el fútbol es un mercado que para suponer que la confluencia de Marte, Júpiter y Saturno provoca la sífilis (como, por cierto, se creía en la Edad Media).
No es sarcasmo menor que mientras los futbolistas de élite tienden a desplazarse hacia equipos en cuyo país el entramado fiscal es más favorable a la elusión, se extienda el clamor popular para que el fenómeno fichado “bese el escudo”, como signo de compromiso y aun de sumisión al grupo tribal que les paga. Es, por decirlo así, una concesión al infantilismo, siempre presto a conformarse con un gesto vacío con tal de que exprese sentimiento. Condotierosencallecidos, hoy aquí y mañana allá, titulares de montajes fiscales sofisticados, ceden al sentimiento con complaciente promiscuidad. Ya están las tertulias deportivas para superar la antinomia entre ese supuesto mercado y el sentimiento gratificante.
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