Madrid, Miami, Marbella
"Siento que hay un cierto poder en las conversaciones de verano que te arrebatan el sueño"
Mi amiga Huga me llevó a una prueba en el taller de unos jovencísimos sastres que según ella me iban a encantar. “Llevan trajes con cortes clásicos pero ellos van tatuados, con piercings”, fue su argumento. El joven que nos atendió vestía un traje gris de solapas enormes y puntiagudas, con cintura entallada y con un solo botón se cerraba aquella americana tan escotada. Recordaba a Klaus Nomi. Los pantalones se aferraban tanto a sus gemelos que hacían inviable el uso de calcetines.
Con aire de conocedor interrogué a aquel influencer si el calibre del tobillo del pantalón era de 18 centímetros, que ya es estrecho. “17”, me respondió el joven con una satisfecha sonrisa de 17 centímetros. Huga, sibilina, decidió comentarle que desde esta columna mantengo una cuenta atrás: “Boris ha advertido que la ropa estrecha, el pantalón pitillo, el legging, perderán pronto su hegemonía de más de veinte años en la moda y no tendrán otro remedio que ceder ante la ropa mas ancha. ¡Es lo que viene!”, sentenció sin pestañear. El rostro del chico se desencajó, con el disgusto. Y lo vi claro: el varón español va a plantar batalla a la ropa ancha y no permitirá el destierro del pantalón pitillo. Ni permitirá que se desdibujen sus músculos bajo una tela floja.
Me desvelé esa noche. En verano, si vuelves a la ciudad, hay desvelos. De todo tipo. Por conflictos de taxis, por masters que no te dejan en paz, por la acumulación de propaganda de la familia real reunida en una población costera pija. Cualquier pequeña cosa te desvela. Esa noche en mi cabeza desfilaban no solo las decenas de pantalones pitillo que he usado desde que Hedi Slimane los impusiera en su primera colección para Dior en el año 2000, sino también la convicción de que los millennials no han conocido otra cosa que pitillos y leggings. Y esa diabólica mezcla de los dos: los jeggings. Así de importante ha sido su presencia, una dictadura tan larga como el chavismo.
Pero todo tiene un final y está cerca. En mi visita veraniega a una Centroeuropa sin aire acondicionado he observado cómo avanza con soltura la ropa no ceñida. Como ya he dicho, para algunos resulta preocupante: cinturas desdibujadas, piernas amplias, tobillos de 34 centímetros de anchura. Allí sentí esas miradas crueles que pasan a tu lado y te ven con piernas atrapaditas en un pantaloncín trasnochado, como advirtiéndote de que habrá una redada y quemarán todos tus pantalones pitillos y leggings en público. Me desvelé recordando ese rostro desencajado del joven sastre madrileño. España va a ser el ultimo bastión. Los Pirineos contendrán ese avance europeo de la ropa holgada. ¡No pasarán!
En Marbella, jurásica y ajena a las modas que vienen y van, después de colaborar en la Gala contra el cáncer asistí a otra revelación de estilo. Reyes Hellín, la reconocida sombrerera sevillana, planteaba una verdad incómoda: en España no gustan los sombreros negros. Me quedé bastante sorprendido porque la verdad no sabía que existiese una filosofía del sombrero negro y mucho menos que sufriera la antipatía de nuestros ciudadanos. Pensé en el sombrero cordobés. “Un sombrero negro es lo más”, sentenció Reyes, que llevaba uno de paja caramelo con unos estrechísimos cinturones marrones que lo recorrían como jeroglíficos. “Puedes combinarlo con una camisa verde oliva o sumarlo a la clásica combinación damero”. Pero, insistió una de las comensales, ¿por qué no gustan en España? “Es algo cultural”, sentenció Reyes. Sentí que volvería a desvelarme.
Algo cultural. Siento que hay un cierto poder en las conversaciones de verano que te arrebatan el sueño. Ya en Madrid, el director de cine Santiago Segura me invitó a almorzar con José Mota y Florentino Fernández, que permanecen en la ciudad preparando el show que harán juntos. Un almuerzo con genios del humor es el tipo de invitación que puede garantizarte otra noche toledana pero acudí y de inmediato me hicieron cómplice de sus desvelos: el Instagram de una conocida locutora de radio y televisión la rejuvenece muchísimo. “Niñata” dijeron. “¡Pero si tiene mi edad! ¿Para qué hace eso? Es un filtro”, dije. “Imposible, ya no parece ella”, dijeron a coro, reconociendo que estábamos ante un desvelo generacional.
El verano me consume en desvelos. Ayer, recién llegado a Miami, me desperté en mitad de la noche por un ruido atronador pero familiar. Era el aire acondicionado, americano.
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