Dina Lipka, la combativa adolescente judía que documentó la labor de la Resistencia
Con 17 años se unió a la Resistencia francesa contra la ocupación nazi Vio en la lucha armada la única forma de defenderse como judía. Tras la guerra documentó la labor de aquel grupo de guerrilleros
MEDIA DOCENA de jóvenes se encuentran reunidos en una habitación alquilada en el barrio de Villeurbanne, a las afueras de Lyon. Corre el año 1943 y los miembros de Carmagnole, el grupo local más activo de la Resistencia contra la ocupación nazi, calculan y organizan sus próximas maniobras en ese cuarto que comparten en régimen de cama caliente; una estancia sin agua y con un ventanuco que da a la escalera por toda ventilación. La música cubre sus voces. Nadie debe escuchar lo que hablan, pero a pesar de ello el cerrojo no está echado. La puerta se abre de repente para dar paso a una chica que se presenta como la vecina del piso de abajo y les pide algo para comer. Se lo dan, pero ella, en vez de irse, les suplica: “Dejadme combatir con vosotros”. Es Dina Lipka (1925-1993) y tiene en ese momento 17 años.
Solo el hecho de estar sentados todos juntos en un piso franco haciendo ruido iba contra las reglas más sagradas de la conspiración, pero el haber sido descubiertos por una vecina era catastrófico. Se tranquilizaron al advertir que la joven era judía, aunque tuviera nombre francés y no llevara la estrella amarilla, porque eso significaba que era tan ilegal como ellos.
Dina se había escapado de casa, de aquel escondrijo donde su familia se cobijaba desde hacía meses con nombre y documentos falsos, para pasar a otra clandestinidad: la de la lucha armada.
Cuando la familia Lipka llega a Lyon había vivido ya una auténtica odisea de 20 años, desde Rusia y Polonia hasta Alemania, para continuar hacia el norte de Francia y de allí, a medida que avanzaba la ocupación alemana, hacia el sur. Huyendo al principio del antisemitismo de la Rusia zarista, terminaron en un escondite en Lyon, donde ejercía el terror el carnicero Klaus Barbie.
En casa de los Lipka se habla yidis con la abuela, pero también ruso y polaco; los niños estudian alemán además del francés que aprenden en la escuela. Es una familia culta y de clase media, donde está previsto que las hijas —algo poco corriente en los años treinta— vayan a la universidad. Dina quiere ser arqueóloga, pero en ese mismo liceo donde pretende iniciar sus estudios sobre el mundo clásico la obligan a coserse una estrella amarilla en el abrigo; allí presencia las primeras redadas y organiza un grupo de autodefensa con otras compañeras judías.
A la familia Lipka, como a muchos de sus correligionarios, solo le queda la alternativa de ocultarse. Después de comprar documentación falsa —pasan a llamarse Charpentier— que les cuesta una fortuna, buscan un refugio. La vida ilegal es muy cara y Dina opta por irse de casa para no ser una carga más, mientras en su fuero interno bulle la idea de buscar a esa gente que lucha contra los ocupantes.
La memoria de las acciones llevadas a cabo por el grupo Carmagnole ha podido recuperarse gracias al tesón de Dina y de su marido, Henri Krischer, quienes, con la ayuda de Herbert Herz, trabajaron minuciosamente para organizar un archivo en Ginebra. Allí conservaron también la estrella amarilla que Dina tuvo que coserse en el abrigo.
Los miembros de Carmagnole, y en general los partisanos de la Mano de Obra Inmigrante (MOI), eran en su mayoría jóvenes de origen extranjero, en su mayor parte judíos (65%) y en un porcentaje significativo (25%) mujeres.
La guerra coloca a las mujeres ante situaciones insólitas en las que se ven obligadas en la vida civil a sustituir a los hombres que han ido al frente. Si además se produce la ocupación militar de un territorio, ellas seguramente también tomarán las armas.
Las expectativas de una mujer en la década de los años treinta del siglo pasado se limitaban al matrimonio y la crianza de los hijos: no había nada por lo que interesarse fuera de la familia y el hogar. Por ello fueron mujeres jóvenes y solteras, en muchos casos estudiantes de entre 16 y 18 años, las que tomaron conciencia de una realidad estremecedora y le hicieron frente como correspondía.
Que la lucha contra los fascistas era legítima y necesaria es algo que estas muchachas tenían absolutamente claro. Se habían enterado, por primera vez en su vida y de una forma abrupta, de que uno no tiene por qué aceptar la vida tal cual es. Su lucha, su manera de expresar la resistencia mediante la acción directa, su ruptura radical con todo lo que podía considerarse habitual y formal, todo ello se nutría de la transgresión de todos los límites, incluso los sociales.
Cuando a Dina le preguntaban por qué se unió a la Resistencia, su respuesta era: “¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¡Eso era lo único que se podía hacer!”. La política nunca le había interesado especialmente, pero en aquel momento se sentía reclamada como miembro de su comunidad, como judía. Y como una nueva Judith, empuñó las armas porque “no podía soportar la vida más que arriesgándola para destruir la máquina de exterminio de los nazis”.
En los años veinte, Francia se había convertido en un imán para los migrantes económicos, gran parte de los cuales eran también exiliados políticos. La historia de la inmigración extranjera se cruzó con la llegada de judíos perseguidos en la Europa Central y Oriental; más tarde, con la de los que huían del fascismo italiano y alemán, y por último, con la de los republicanos españoles derrotados. Entre unos y otros configuran el boceto de lo que fue la Resistencia en la MOI, una organización sostenida por el Partido Comunista Francés, donde la ideología política pasaba a un segundo plano para ser sustituida por la fraternidad y el respeto mutuo.
Les conocieron como “la generación de la redada”. Eran carne de cañón, bajo el mando de veteranos —casi siempre procedentes de las Brigadas Internacionales— no mucho mayores que ellos. Los más jóvenes componían la guerrilla urbana. Los más experimentados se unían al maquis. En Carmagnole el tiempo medio de supervivencia era de tres meses. Y aun así eran temibles porque no tenían nada que perder.
A Dina la envían al maquis para su formación, y allí aprende a cargar, a desmontar y a apuntar con una pistola. Le dan nuevos papeles falsos: ahora se llama Silvie.
“La puntualidad era un mandamiento principal: un leve retraso haría sospechar de una posible detención y podía desencadenar el desastre”
La vida en la ilegalidad de la Resistencia es dura, según relataba Dina años más tarde: “Cuando volvías a casa tras una acción nocturna, siempre al levantarse el toque de queda, te lavabas la ropa y te acostabas apenas dos o tres horas. Al mediodía había que ir a la reunión diaria. Nos encontrábamos siempre en ese momento para no llamar la atención, ya que a esa hora la gente salía de sus trabajos y era más fácil pasar inadvertidos; también para poder dormir un poco. La puntualidad era el mandamiento principal: un leve retraso haría sospechar de una posible detención y podía desencadenar el desastre. Se hacía entonces el reparto de armas y material y salías con tu grupo a ejecutar la próxima acción”. Y concluye: “No quedaba tiempo ni para la soledad”.
Dina, como todos, tiene miedo. Miedo ante la acción en sí y miedo también de que le toque matar. Las acciones más peligrosas eran las patrullas, en las que ocho partisanos se situaban a lo largo de una calle de dos en dos, y cuando llegaba el objetivo, los dos más cercanos a su recorrido tenían que eliminarle y quitarle el arma. Cuando le toca, Dina sabe que el oficial alemán contra quien acaba de disparar había estado el día antes controlando y organizando la deportación de judíos en la estación de Lyon. Y disparar era una acción casi mecánica: “Yo defendí mi dignidad como mujer judía y vengué a los nuestros”, explicaba Dina relatando sus memorias 40 años después.
Efectivamente, el reconocimiento a la entrega de estos jóvenes fue muy tardío. La historiografía no hizo justicia a los grupos de la MOI hasta bien entrada la década de los setenta y tuvieron que pasar 10 años más para que un congreso reagrupara y homenajeara a las mujeres supervivientes que lucharon bajo sus siglas. Era previsible, ya que durante la ocupación los partisanos de la MOI no recibieran apoyo de los aliados británicos ni con material ni con informaciones. Incluso el Memorial de la Shoah, centrado en el Holocausto, olvidó a la Resistencia judía.
Carmagnole dirigió la revuelta que daría paso a la liberación de Lyon, entre agosto y septiembre de 1944, abriendo las cárceles para liberar a los presos. Fue entonces cuando la población, en una guerra de guerrillas, hizo suya la Resistencia.
Al terminar la guerra, algunas de estas jóvenes se incorporaron al Ejército francés y fueron a luchar a Indochina. No fue el caso de Dina, quien se casó años más tarde con uno de los combatientes de Carmagnole, Henri Krischer, conocido en la guerrilla como El Almirante. Juntos se dedicaron a documentar la memoria de ese colectivo, compuesto por minorías perseguidas y agrupadas para el combate: extranjeros, judíos y mujeres.
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