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carta blanca
Columna
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Soportar la tristeza

Tango, el perro de la autora, tenía tres años cuando se fue, pero dejó un vacío que ella ha aprendido a soportar. Lo busca en los ojos de la gente buena

Te escribo desde el sofá gris que ocupaste tus últimos días en Madrid. Me mudé aquí pensando en ti. Veníamos de un barrio cada vez más sucio —aún recuerdo el día que apareciste con los restos de unas gambas en la boca— y quería darte verde, parques, menos cuestas, la tranquilidad que nos gustaba. Alquilé un piso con un patio enorme para que descansaras al sol, para que jugaras y corrieras y te entretuvieras mis tardes de trabajo con el ordenador. Pero te bastó salir una vez para decidir que aquello no era lo tuyo. Volviste al sofá y no te bajaste. A veces creo que te convertiste en un perro tranquilo sólo para estar cerca de mí.

Cuando enfermaste, cancelé toda mi agenda y te llevé a Segovia. Sé que te gustaba más mi ciudad y que allí, con mis padres y mis abuelos y si estaba yo, claro, eras más feliz que en cualquier otro sitio. Normal: cambiabas la basura de la calle por las cenas en casa de la abuela Sote. Cómo no preferir ese menú. Mi abuela fue la primera persona a la que quise ver cuando falleciste. Eres mi primera gran ausencia en mis 26 años y ella lleva más de media vida soportando la de mi abuelo. Cuando uno se queda vacío, la comprensión es la primera gotita que hace falta para volver a llenarse.

Cuando enfermaste, cancelé toda mi agenda y te llevé a Segovia. Sé que te gustaba más mi ciudad y que allí, con mis padres y mis abuelos y si estaba yo, claro, eras más feliz que en cualquier otro sitio

Recuerdo el día que nos fuimos de esta casa dirección a Segovia. Vino a recogernos Irene en el coche y tú, en un acto buenamente significativo, te measte en el portal. Ella te volvía loco de amor y no pudiste evitarlo. Fue una meada larga, larguísima, eterna. Empezamos a reírnos a carcajadas: llevábamos muchísima prisa y temíamos la aparición de algún vecino. Lo limpiamos como pudimos y así cerramos la puerta: entre risas de los tres. Porque tú también te reías con el cuerpo, cuando movías las caderas como un bailarín de tango. Poco después te encontraste con mi padre y corristeis el uno hacia el otro. Jamás veré una relación tan hermosa como la vuestra: un hombre con miedo a los perros enamorado del suyo. El viaje no te sentó muy bien, pero ya en el garaje saltabas feliz: sabías que en casa te esperaba mi madre y su sobresaliente en bienvenidas. Yo respiro siempre cuando vuelvo y encuentro sus brazos y sé que a ti te pasaba lo mismo.

Allí pasaste los últimos días de tus pequeños tres años, Tango, en tu casa, con nuestra familia, con los mimos de Andrea y los cuidados de Sarah. Conmigo siempre, a los pies de mi cama. Tranquilo, en paz. Tan amado que decidimos llorarte mucho, pero no más de lo que te quisimos porque ese fue el trato que hice contigo el día que te fuiste como un buen valiente. Me sigues enseñando tanto. Me sigues limpiando tanto cuando te pienso. He aprendido que la muerte es soportable, como también lo es la tristeza. Y eso te lo debo a ti, como tantas otras cosas.

Como dice Miranda, te veo en los ojos de la gente buena. Ahí te busco. Ahí te encuentro. 

Elvira Sastre es autora de Aquella orilla nuestra (Alfaguara).

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