El Valle de Los Caídos, la SEAT y el arroz con pato: ¿símbolos del franquismo?
Lo que no podemos olvidar, ni como ciudadanos ni como historiadores, es que la memoria nunca puede ser común, y menos en una sociedad democrática
Lo mejor de publicar Los ingenieros de Franco (editorial Crítica, 2017) ha sido conocer gente. Hace unos meses me escribió un miembro de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica preguntando si sabía de algún ingeniero de estructuras exiliado para sustituir el nombre de Eduardo Torroja en el título del Instituto de las Ciencias de la Construcción, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Torroja no era político en sentido estricto, pero este ingeniero de estructuras de fama internacional llegó a tener mucho poder, por ejemplo decidiendo mandar el doble de cemento a Barcelona que a Madrid en 1942 o definiendo estándares constructivos en España y Europa en 1959. Y en 1952 se reunió con Franco personalmente para convertir al Instituto en el mejor financiado del CSIC.
La convivencia democrática exige retirar símbolos políticos del régimen franquista. Pero, ¿qué es un símbolo político?
Ya que preguntaba, le di el nombre del brillante Félix Candela, pero aclaré que me parecía un ejercicio de desmemoria eliminar el nombre de Torroja del Institutó que él fundó para poner a otro que no pasó por allí.
Mi nuevo amigo respondió en nombre de la Ley de Memoria Histórica: no se pueden mantener nombres de simpatizantes o colaboradores con el régimen, y menos en instituciones públicas. Y en eso tiene razón; para la Ley, un nombre (y también un escudo, insignia, placa, objeto o monumento conmemorativo) es un símbolo, y la convivencia democrática exige retirar símbolos políticos del régimen franquista. Pero, ¿qué es un símbolo político?
Volvamos a Torroja y su Instituto. Al construir su actual laboratorio en 1953, Torroja diseñó para su entrada un enorme silo de carbón en forma de dodecaedro. Estaba pensado como un símbolo funcional de todo su proyecto de industrialización de la construcción española: montado con 12 pentágonos de hormigón prefabricados en el taller e iluminado para reforzar ángulos y sombras, representaba todas las ideas sobre trabajo y producción que investigaba el Instituto, y además proporcionaba el carbón que hacía posible ese proyecto. Cuando el régimen celebró sus “25 años de Paz”, algunos de los sellos contenían la imagen del silo, que aún hoy encontramos como logo de varias asociaciones de ingenieros españoles.
El diseño simbolizaba en este caso toda la economía política nacional. En otros simbolizaba el nacionalcatolicismo, desde sus manifestaciones más tradicionalistas a las más modernizantes. Las iglesias del arquitecto Miguel Fisac son el mejor ejemplo de esto último, empezando por la del Espíritu Santo, también del CSIC. Fisac tuvo que enfrentarse al problema de los símbolos cuando recibió el encargo a mediados de los años 40 de levantarla sobre las paredes del auditorio de la Junta de Ampliación de Estudios, sobre cuyas ruinas se edificó el complejo central del CSIC. La JAE había reunido a lo más granado de las ciencias y las letras españolas antes de la Guerra Civil, pero el nuevo régimen la consideraba propagadora del materialismo anticlerical.
Fisac decidió mantener el estilo funcionalista original de la JAE y simbolizar la nueva ciencia católica mediante una sencilla convergencia de los muros hacia el altar. José María Albareda, por entonces secretario general del CSIC, propuso poner la Residencia de Señoritas cerca de esta iglesia para asegurar un toque humano en un templo rodeado de laboratorios, evitando a la vez la “beatería inculta” y que “lo femenino degenere en feminista”.
Para el nacionalcatolicismo industrializador e investigador de los 40, laboratorios e iglesias eran símbolos políticos. Y las iglesias nuevas de Fisac son todavía hoy símbolos de la modernización de la arquitectura española (aunque, con ejercicio de gimnasia histórica, se suele decir que ésta ocurrió “a pesar” del régimen).
El silo y la iglesia son dos ejemplos de símbolos prácticos: se referían al régimen y a la vez contribuían a constituirlo en alguna de sus muchas facetas. Y además han sobrevivido a la transición democrática, si bien adquiriendo nuevos significados y perdiendo otros. Otro ejemplo podría ser el arroz del Guadalquivir, cuyas primeras semillas se presentaron a Franco y Serrano Suñer en un arca decorado con el yugo y las flechas como “arroz de la victoria” y que, aunque se exporta a todo el mundo, por la zona se come con pato. (Por cierto: hay un change.org para encontrar este arca perdida y se recompensará a quien ofrezca cualquier pista).
En el libro desarrollo más ejemplos de símbolos funcionales del franquismo. Aquí puedo citar las universidades laborales, las universidades autónomas de Madrid y Barcelona, la SEAT, los pantanos de Franco (como la presa Canelles en el río Noguera Ribagorzana, también diseñada por Torroja), el Parque Nacional de Doñana (lean el preámbulo de su creación en 1969) o algunas instituciones, leyes y normas después adoptadas y adaptadas por la Constitución del 78, desde la seguridad social hasta la jefatura del Estado (o sea, el Rey).
Es una constante antropológica e histórica que a cada cambio de régimen suceda un cambio del relato oficial, y esto a veces pasa por la construcción de una “memoria común” (palabra de vicepresidenta) y su correspondiente damnatio memoriae: la destrucción de los símbolos del predecesor-enemigo. En ocasiones incluso se destruyen ciudades enteras o palacios, como ocurrió con el de Nerón por orden del nuevo emperador Vespasiano.
Aunque Gévora del Caudillo ahora se llame Gévora a secas, sus calles y plazas delatan su origen
La definición de símbolo político de la Ley de Memoria Histórica supone menos gasto, y eso hay que celebrarlo. Pero los ciudadanos haríamos bien en no olvidar que es más estrecha que la que usaban explícitamente los propios franquistas, que sabían que el trazado de una calle puede influir en la vida de los transeúntes tanto o más como su nombre. Los planos constructivos de los poblados de colonización construidos en la época encarnaban ideas de la familia, del campesino y de cómo debía pasar un católico el tiempo libre. Por eso, aunque Gévora del Caudillo ahora se llame Gévora a secas, sus calles y plazas delatan su origen.
Cuando los restos de Franco salgan del Valle de los Caídos, la vida seguirá su curso. Y habrá que decidir qué hacer con el monumento. En este mismo periódico un historiador (Paul Preston) pedía un museo de la reconciliación y otro historiador (Santos Juliá) el abandono del complejo a su propia ruina. Como los símbolos son flexibles, seguramente quepan otras posibilidades y quién se lleve el gato al agua dependerá de mayorías electorales y otras coyunturas. Lo que no podemos olvidar, ni como ciudadanos ni como historiadores, es que la memoria nunca puede ser común, y menos en una sociedad democrática.
La historia sí aspira a serlo; pero, no nos engañemos, está atravesada por ideologías, intereses, interpretaciones opuestas, escuelas y especialidades. Y tal vez esa riqueza sea un buen antídoto contra las historias de ángeles y demonios de las que se nutre la política simbólica. El primer paso para aprender a convivir con un pasado complejo.
Lino Camprubí es investigador Ramón y Cajal en la Universidad de Sevilla y autor de Los ingenieros de Franco. Ciencia, catolicismo y Guerra Fría (Crítica, 2017), galardonado con el premio Turriano-ICOHTEC al mejor libro de historia de la tecnología escrito por un autor joven a nivel internacional.
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