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Tribuna:CENTENARIO DE EDUARDO TORROJA
Tribuna
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Ciencia, ingenieria y empresa

Con relación a la política científica de los países es frecuente que se plantee la controversia sobre si es más importante priorizar la investigación básica o apoyar el desarrollo tecnológico. Unos defienden apasionadamente la importancia de la ciencia básica como fundamento del desarrollo tecnológico y otros preconizan la necesidad de invertir los limitados recursos del país en investigaciones, en áreas y disciplinas cuya aplicación práctica pueda ser percibida por la sociedad en un plazo razonablemente corto.Este dilema sobre la prioridad en el binomio ciencia-técnica es, sin duda, una de las claves del desarrollo tecnológico y, en forma indirecta, para el bienestar social de un país. Así se ha entendido por la Unión Europea al aprobar el VPrograma Marco de Investigación, en el que las prioridades son puestas en el impacto social y tecnológico más que en el propio interés científico de las propuestas. Es conocido lo que ahora se llama la "paradoja europea": en la Unión se produce y publica mucha y buena ciencia básica y, sin embargo, se va por detrás de Japón o EEUU en la exportación de tecnología. La producción de ciencia básica no es sinónimo inmediato de avance o bienestar social, ni siquiera de producción de tecnología.

Pero no quisiera caer en lo que, si se me permite una digresión, pudiera parecer lo de "son galgos o son podencos". Es claro que una buena tecnología no se puede desarrollar sin sustentarla en dos pilares fundamentales: una buena ciencia básica (propia o adquirida leyendo la literatura científica) y un tejido productivo industrial capaz de asimilarla en un tiempo corto. Este último aspecto se olvida demasiadas veces en nuestro país: enfrascados en si es más importante la ciencia básica o la tecnología, no reparamos en que ambas son baldías desde el punto de vista de aprovechamiento social si no encuentran un entorno industrial con la cultura de la innovación. Este argumento pretende introducir la tesis fundamental que se quiere abordar, y es que Eduardo Torroja, ingeniero de caminos de talla mundial, que nació hace ahora cien años, fue una figura que reflejó esta forma armónica y completa de proceder. No fue sólo un ingeniero reconocido mundialmente por sus innovadoras estructuras (mercado de Algeciras, hipódromo de la Zarzuela o arco del puente sobre el Esla), fue también un científico y un industrial que conjugó magistralmente todas las actividades en una sola vida que hoy se juzgaría corta (murió a los 61 años, en su despacho del instituto).

Valorar la obra de Eduardo Torroja sólo como la de un ingeniero no sería hacerle justicia, ya que sus aportaciones en el campo de la ciencia han sido también notables, y aunque menos relevantes, no hay que olvidar sus actividades como empresario.

Eduardo Torroja entendía que antes de acometer la concepción de una estructura era esencial el conocimiento profundo de las propiedades intrínsecas del material e insistía en que la técnica de la construcción no progresaría si no se desarrollaban nuevos materiales o se mejoraban las propiedades de los existentes. Para la mente científica de Torroja, cada material determina las formas fundamentales de la estructura, implica volúmenes y proporciones, obliga a métodos de análisis específicos, impone procesos constructivos e influye en el comportamiento en el tiempo de la estructura. Tal vez por ello, sus estructuras presentan una durabilidad mucho mayor que la de otras obras contemporáneas.

En su discurso de ingreso en la Academia de las Ciencias, en 1944, decía: "... personas como yo, que no soy ni he sido, ni pienso ser más que un ingeniero constructor, dispuesto siempre a hurtar en el campo ajeno y dadivoso de la ciencia algo de lo poco que, con mis modestos aperos de trabajo, puede servirme para construir mejor. Porque en eso que se ha dado en llamar, y no sin fundamento, el arte de la construcción existe siempre un fondo esencialmente científico, y más particularmente matemático, sin el que hoy no puede vivir el técnico".

Otra de las áreas donde sus investigaciones básicas brillaron a la máxima altura internacional fue la de los conceptos de seguridad estructural. Hasta después de la IIGuerra Mundial, la seguridad estructural se abordaba comprobando que las tensiones no superaban las máximas tensiones admisibles. Cuando empieza a asistir a reuniones internacionales donde este tema se plantea por parte de los más brillantes investigadores de la época, Torroja, junto con sus colaboradores del instituto, entre los que cabe destacar a Alfredo Páez, establecen un camino completamente nuevo: por un lado, proponen calcular primero las cargas que puede sufrir la estructura a lo largo de su vida, y luego, sustituir los tradicionales conceptos deterministas por un cálculo probabilista, proponiendo el uso de dos coeficientes de seguridad: uno que mayora las cargas, igual para todas las estructuras, cualquiera que sea su materia, y otro que minora las resistencias, distinto para los diferentes materiales. Establecen también la relación entre los coeficientes de seguridad y la probabilidad de ruina de las estructuras. Todavía hoy, sus aportaciones subyacen en toda la normativa nacional del hormigón de todos los códigos del mundo. En su época, estas aportaciones revolucionaron el cálculo en rotura del hormigón y le valieron a Torroja ser nombrado presidente de la mayoría de las asociaciones internacionales que estaban entonces formándose.

Estas y otras de sus aportaciones científicas le valieron ser, a los 45 años, académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, así como doctor honoris causa por el Politécnico de Zúrich y las universidades de Toulouse, Buenos Aires y Santiago de Chile. En palabras de Richard Neutra (Journal of the American Institute of Architecture, 1959), "Eduardo Torroja, una figura mundial en su campo de actividad, muestra que un ingeniero, lejos de cualquier visión de corto alcance, puede representar una nueva y amplia ola de humanismo", o en las de Thomas M. Riddick (Journal of the American Water W. Assoct.), "Torroja es el más riguroso y completo ingeniero-arquitecto y artista, y cuál de esas facetas es la más importante es problemático de definir. Su trabajo es en realidad el conjunto armonioso y completo de esas tres facetas. El objetivo ingenieril, arquitectónico y artístico de Torroja es fenomenal y comparable al de Leonardo da Vinci". Esta alusión al espíritu universal de los grandes hombres del Renacimiento es, sin duda, la que mejor refleja la obra de Torroja, en tanto que fue un investigador básico con sólidos fundamentos matemáticos (aunque para él insuficientes, según se deduce del discurso antes reproducido), capaz de plantear y desarrollar las ecuaciones básicas de las formas innovadoras con las que resolvía las estructuras que, como proyectista, le encargaron, además de tener (o tal vez por ello mismo) una amplia cultura humanística, especialmente reflejada en su obra más conocida, Razón y ser de los tipos estructurales, en la cual decía: "El nacimiento de un conjunto estructural, resultado de un proceso creador, fusión de técnica con arte, de ingenio con estudio, de imaginación con sensibilidad, escapa del puro dominio de la lógica para entrar en las secretas fronteras de la inspiración".

Pero Eduardo Torroja fue también un empresario, cuya actividad comenzó cuando funda, en 1927, su propia oficina de proyectos, todavía hoy en día activa y dirigida por uno de sus hijos. A principios de los años treinta, dada la necesidad que siente de ensayar en modelo reducido sus avanzados conceptos estructurales y la carencia, en aquella época, de instituciones españolas con la tecnología propia para ello, crea una propia empresa con el nombre de ICON (Investigaciones de la Construcción), dedicada a la fabricación del equipo electrónico y mecánico necesario para aquellos ensayos. Así, desde ICON ensaya varios elementos estructurales de la Ciudad Universitaria -en particular, las cubiertas de los quirófanos del hospital Clínico-, la cúpula del mercado de Algeciras y la lámina del frontón Recoletos.

Torroja participó también en la construcción de OMES (Obras Metálicas Electrosoldadas), empresa dedicada a construcciones metálicas, y es nombrado primer presidente, en 1946, de ENHER (Empresa Nacional Hidroeléctrica del Ribagorzana), puesto en el que permaneció hasta su muerte, en 1961. Todo ello sin olvidar la fundación, en 1934, del Instituto Técnico de la Construcción y Edificación, del que fue primer secretario, y que nació como asociación privada sostenida por las cuotas de sus socios. Después de la guerra civil lo transformó en el Instituto Técnico de la Construcción del Cemento y lo adhirió al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, si bien consigue que siga manteniendo un régimen administrativo como entidad privada, siendo nombrado director en 1949 (y, por tanto, se cumple también en el este año el cincuentenario de su nombramiento).

En esa aventura de crear un instituto privado en 1934 para promover los avances de la técnica de la construcción y su difusión le acompañaron personajes tan ilustres como don Modesto López Otero, don Alfonso Peña Boeuf, don Manuel Sánchez Arcas y don José María Aguirre Gonzalo, este último gran amigo personal suyo, que le asistió, además, como constructor en muchas de las arriesgadas obras que proyectaba.

En el centenario del nacimiento de un ingeniero tan singular es importante tomar su figura universal con la humildad del que sabe que, por desgracia para la humanidad, hombres tan completos y polifacéticos no se repiten con frecuencia, pero lo que sí es posible es crear y apoyar centros multidisciplinares que integren en sí mismos las cuatro facetas de ciencia-técnica-docencia-empresa.

Él demostró que en España fue posible crear organizaciones respetadas en todos los países del mundo por sus aportaciones científicas, por la calidad y originalidad de los proyectos de los ingenieros y arquitectos que en ellas trabajaban, por el elevado nivel de los cursos que promovían y por su imbricación en el tejido productivo e industrial, de tal forma que los desarrollos del laboratorio pasaban a ser parte de la práctica industrial o de la normativa en muy breve plazo.

Al menos en el sector de la construcción es estéril plantear el dilema ciencia básica o técnica aplicada. Sólo el apoyo a un ejercicio armónico de todas las facetas en unos mismos espacios físicos de trabajo es lo que llevará a una mejor imbricación de la ciencia básica con la práctica diaria. Este objetivo parece que se propone el nuevo Plan Nacional de Investigación que se plantea en nuestro país. Se deduce de todos los documentos que hasta ahora se han presentado que es intención de las autoridades el avanzar en ese camino de una mayor relación entre la empresa y los investigadores. Pero para ello hace falta un nuevo marco legal y un importante cambio de mentalidad.

Los hombres geniales son únicos, pero la humanidad avanza porque luego sus ideas son continuadas por los colectivos. En el centenario del nacimiento de Torroja, una manera de reconocer sus méritos debe consistir en asimilar que, aunque su actividad brilló más especialmente por las obras que proyectó y construyó, ello sólo fue una parte de su empeño vital. Fue, a la vez que un gran ingeniero, un científico importante, un catedrático y un empresario. Technicae plures, opera unica fue el lema y el espíritu con el que definió al instituto y que mejor resume su legado.

María del Carmen Andrade Perdrix es directora del Instituto de Ciencias de la Construcción Eduardo Torroja (IETCC), del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).

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