Islandia, la erupción del turismo
Un decenio después del cataclismo financiero que dejó a Islandia por los suelos, el país nórdico ha dejado atrás la crisis gracias al ‘boom’ del turismo. La explosión del volcán Eyjafjallajökull en 2010 fue un golpe de suerte que puso a esta isla en el mapa y atrajo a millones de turistas. Hoy multiplican por cinco el número de visitantes anuales. Pero su vertiginoso crecimiento también plantea desafíos. Desde una burbuja inmobiliaria que ahora empieza a combatirse hasta una presión turística que desborda los servicios e infraestructuras nacionales.
HUBO UN TIEMPO en que la cerveza estuvo prohibida en Islandia. Cuando el país logró en 1918 un acuerdo de soberanía con Dinamarca —que había dominado la isla durante cinco siglos y pasó a controlar los asuntos exteriores y la defensa— hacía ya tres años que se había vetado el alcohol. Fue una medida progresista, al estilo de las leyes antitabaco de hoy en día. Pero también suponía una decisión independentista. Una forma de diferenciarse de los daneses, para quienes la cerveza era su bebida nacional. El veto se levantó parcialmente en 1921. Solo para el vino, gracias a las presiones de España y Portugal, que compraban bacalao a Islandia y buscaban un intercambio comercial. En 1944, bajo el contexto de la Segunda Guerra Mundial, la isla logró su independencia definitiva de Dinamarca. Pero no fue hasta 1989 cuando, por fin, el país se abrió a la cerveza.
Beberse hoy una en Islandia es normal. El país vive mayoritariamente del turismo y en el último decenio ha visto proliferar hoteles, restaurantes, bares… Los 337.000 habitantes de la isla asisten a un boom de visitantes nunca visto (se espera un récord de 2,4 millones este año). La explosión se vive como un milagro económico 10 años después del crash financiero de octubre de 2008 que les dejó temblando, con los tres bancos principales en la quiebra y miles de familias en la ruina.
El destino quiso que la erupción de uno de los 130 volcanes del país, el Eyjafjallajökull, en 2010, fuera un resorte. Esta montaña de nombre impronunciable escupió millones de toneladas de ceniza al cielo, provocando una nube de proporciones nunca vistas y la mayor parálisis de la historia de la aviación en Europa. El espacio aéreo islandés estuvo cerrado una semana, y el de otros países como Reino Unido, Dinamarca, Suecia, Noruega, Alemania, Italia y Finlandia también sufrió graves alteraciones, con decenas de miles de vuelos cancelados. La catástrofe parecía sumarse a la que dos años antes había hundido en una profunda crisis económica a Islandia, y sin embargo, el desastre natural se convirtió en una oportunidad. Presentes en los informativos de todo el planeta, Gobierno y sector privado se unieron bajo el nombre de Promote Iceland (promocionar Islandia) para aprovechar la publicidad gratuita y lanzar una campaña de captación de turistas con un sencillo lema: Inspired by Iceland (inspirados por Islandia).
El destino quiso que la erupción de uno de los 130 volcanes del país en 2010 se convirtiera en un resorte para la economía de Islandia
Se grabó un vídeo de dos minutos y medio al ritmo del Jungle Drum, de Emiliana Torrini, cantante islandesa de origen italiano: la pieza mostraba glaciares, baños termales, deportes al aire libre, géiseres, cascadas, piscinas calientes naturales, playas volcánicas, el mundo rural y el pesquero… No tardaría en viralizarse en la Red. De repente, Islandia ofrecía una imagen atractiva. No solo brindaba espectaculares paisajes, sino buen rollo, lo que en este país todos toman como verdadero leitmotiv nacional: el þetta reddast o “todo va a salir bien”. Según cuenta Inga Hlín Pálsdottir, directora de Promote Iceland y máxima responsable de la campaña Inspired by Iceland desde 2010, la preocupación era que el volcán provocara una recesión del 20% en el turismo. Pero aquel año se cerró con 488.600 visitantes, apenas un 2,7% menos que 2009. Así frenaron las previsiones más agoreras.
Tras minimizar el impacto de la erupción del Eyjafjallajökull, el Consejo de Turismo de Islandia miró al futuro y estableció metas de crecimiento. En el mejor de los casos pronosticaban un incremento anual del 8,3% hasta 2020. Se basaban en las propias predicciones que para el mundo marcaba la Organización Mundial del Turismo. Con el optimismo por bandera, Islandia soñaba con alcanzar el millón de visitantes hacia 2018. Pero la cifra ya se rozó en 2014 (997.300) y se rebasó al siguiente año (1,2 millones). Hasta que el crecimiento se disparó: 1,76 millones en 2016 y 2,19 millones en 2017. Al boom contribuyó que la corona islandesa había sufrido una devaluación tremenda por culpa de la crisis bancaria —perdió un 70% de su valor en 2008—, abaratando los costes de viajar a Islandia. Además, los billetes de avión, tradicionalmente caros, se hicieron asequibles gracias a la implantación de compañías low cost. La afluencia de turistas fue saneando las cuentas. Los extranjeros traían dinero y este se quedaba en el sistema gracias a que tras el crash se había impuesto un control de capitales, levantado el año pasado.
“Cuando era niño, Reikiavik era un lugar muy soso. No había prácticamente nada”, recuerda Egill Helgason, comediante y presentador estrella de la televisión nacional RÚV. “Ahora tenemos bares, restaurantes, teatros…, así que no me quejo”. Sin embargo, el paisaje del centro de la capital, donde él vive, tiene poco que ver con lo que era. Y eso, matiza, tampoco le entusiasma. Un indigente se le acerca en una zona próxima al Althing o Parlamento de Islandia. Tras intercambiar varias palabras amistosas, se despiden como si su relación viniera de lejos. “Cuando veo a alguien de aquí le saludo”, asegura el comunicador, que ha sido testigo en primera línea del aumento de turistas desde 2010. Hoy son tantos que le cuesta cruzarse con un islandés en ciertas áreas de la ciudad. El ir y venir de trolleys a hoteles y apartamentos de Airbnb, o la llegada masiva de visitantes en los cruceros que atracan en el puerto, dibuja una realidad inexistente en 2008.
Los apartamentos turísticos han provocado una burbuja inmobiliaria, con precios desorbitados en la compra o el alquiler de vivienda para los ciudadanos locales. Y también para los extranjeros, un 17% de la población, que acuden a Islandia con el reclamo de un empleo. Esto sucede en un país donde hay, por si fuera poco, un déficit de vivienda debido a que tras la crisis no se construyó nada. “Quien tenía una habitación se lanzó como un loco a Airbnb. ¿Por qué se consintió? Porque la gente estaba ahogada”, explica Elvira Méndez, profesora en la Facultad de Derecho en la Universidad de Islandia. Alquilar un piso a turistas está hoy regulado: 90 días anuales de manera libre o constituirse en empresa y pagar impuestos para una explotación mayor.
Este no es el único problema provocado por la masiva afluencia de turistas. El sistema sanitario está saturado, según explica Guðbjörg Pálsdóttir, presidenta de la Asociación Islandesa de Enfermeras. Según denuncia, faltan camas en los hospitales —Pálsdóttir dice que el Gobierno proyectó un nuevo centro sanitario hace 16 años, pero la idea se paró— y las urgencias están colapsadas. “Temblamos cada vez que llega un crucero a Reikiavik (este verano será prácticamente uno al día). No todos los barcos están lo suficientemente preparados, y cuando atracan por las mañanas envían a gente normalmente mayor y con lesiones de traumatología. Hay que atenderlos rápido para devolverlos por la tarde a los buques”. Además, según esta versión, siempre suele haber uno o dos extranjeros entre los seis o siete pacientes que alberga la UCI en el Hospital Universitario, en buena parte por culpa de accidentes de tráfico. El año pasado, apunta Pálsdóttir, hubo más muertos en carretera de origen extranjero que nacionales. Nunca había sucedido. “Generalmente, el mayor problema son los asiáticos. No están acostumbrados a conducir como aquí. Paran el coche en mitad de la carretera, toman fotografías y son golpeados por otros vehículos”. Pálsdóttir relata además otro curioso problema: hacen falta enfermeras, pues muchas se reconvierten en azafatas de vuelo. “Ganan un sueldo mucho mayor y se evitan la presión del hospital”.
“Quien tenía una habitación se lanzó como un loco a alquilar a turistas en Airbnb. ¿Por qué se consintió? Porque la gente estaba ahogada”
Detalles al margen, la situación económica ha mejorado. “Volvemos a ser ricos, a comprar los todoterrenos más grandes, el nivel de vida es bastante alto, y el dinero fluye a las arcas del Estado, pero Islandia siempre ha disfrutado grandes crecimientos y sufrido enormes explosiones”, apunta Helgason en referencia a lo que muchos llaman la “economía géiser” y al temor a una futura recesión. Los subidones repentinos y los desplomes brutales son tradición en la historia de Islandia. Una panorámica del siglo XX nos conduce hasta su primera década, cuando los islandeses cambiaron su mentalidad de ahorro. Pasaron de guardar su dinero en casa a depositarlo en los bancos creados entonces. Con el sistema bancario en marcha hubo crédito para construir un nuevo puerto en Reikiavik y las compañías dedicadas a la captura —sobre todo— de bacalao crecieron como la espuma. En 1930, la pesca representaba el 28% del PIB y un 91% de las exportaciones. La dependencia económica del mar era tan grande que dos factores, el crash de 1929 y la guerra civil española en 1936, causaron un cataclismo. Por un lado, la Gran Depresión provocó la quiebra de Islandsbanki, el principal banco, que el Gobierno tuvo que rescatar y nacionalizar. Y por otro, con los precios del bacalao desplomados un 40%, hubo además un descenso de las exportaciones de 35.000 toneladas en 1933 a solo 3.000 en el inicio de la contienda bélica en España.
Èric Lluent, un periodista catalán que emigró a Islandia cuando la actual debacle económica apretaba en Barcelona y que vive en el país nórdico gracias, cómo no, al turismo (es guía), fundó en la capital un medio online en español, El Faro de Reykjavík. En un artículo, Lluent relata cómo durante los 50 años posteriores a la nacionalización de la banca la economía islandesa vivió un larguísimo letargo, quedando sus entidades financieras “atrás respecto a las europeas y estadounidenses”. En los ochenta hubo una escalada de inflación nunca antes vista, con un pico durante 1983 en el que los precios aumentaron un 76% de un año para el otro. “El Gobierno intentó controlarlo devaluando la corona, para asegurar la competitividad del sector pesquero”, subraya Lluent. Los bancos comenzaron a comercializar hipotecas indexadas a la inflación como garantía para sus clientes de no perder el valor del dinero que concedían. Estos préstamos agregaban, anualmente, un incremento en las cuotas en función de la variación de los precios. Un enrevesado sistema que solo Islandia, Chile e Israel han aplicado alguna vez, y que en 2008, al dispararse la inflación y devaluarse la moneda, provocó la ruina inmediata de miles de familias que no pudieron pagar las letras. “Aún hay gente que está perdiendo su casa. El Gobierno decidió que los consumidores pagaran los errores de los bancos. Es más fácil ir contra las familias que contra las entidades”, critica Ásthildur Lóa Þórsdóttir, presidenta de la Asociación de Hogares de Islandia.
“Que el turismo sea tan fuerte es buena señal. Pero no creo que sea saludable crecer a un ritmo de dos dígitos”, dice el ministro de Economía
Según reconocía ya en los ochenta el Banco Central de Islandia, la mayoría de problemas de la economía estaban relacionados “con el hecho de que Islandia representa una economía pequeña”. Ante esa realidad, los gobernantes del país pensaron, hacia finales de los noventa, que la creación de un sistema financiero privado, potente y abierto al mundo solventaría los males. “Los dos partidos dominantes, el progresista y el de la independencia, se repartieron las entidades y se privatizaron. Se hizo sin ningún control y sin ningún conocimiento del sector, librándose de todos los trabajadores séniores y contratando gente muy joven sin experiencia”, apunta Elvira Méndez, especialista en derecho comunitario, en el país desde 2001.
¿Cómo crecieron tanto después? Ofreciendo en el extranjero —sobre todo en Reino Unido y Holanda— productos de una rentabilidad mayor de la que ofertaban otras entidades, y captando dinero que después se utilizó para hacerse con compañías y activos inmobiliarios por todo el planeta. Fue una bola de nieve. “Los tres bancos principales se expandieron demasiado. Compraron tanto que cuando cayó Lehman Brothers no pudieron hacer frente a sus obligaciones”, recuerda en su despacho Hersir Sigurgeirsson, profesor de Economía de la Universidad de Islandia y autor del libro The Icelandic Financial Crisis (la crisis financiera islandesa). El agujero, una deuda 10 veces superior al PIB nacional, era tan grande que el Gobierno dejó caer a las entidades, garantizando solo los depósitos de sus ciudadanos (pero no los de los inversores extranjeros) gracias a un préstamo de 4.600 millones de dólares, aportados por el Fondo Monetario Internacional (2.100 millones) y por sus vecinos escandinavos (Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca pusieron el resto).
Mientras que en la zona euro se recortaron los salarios, en Islandia se devaluó la corona, buscando una alta competitividad y la atracción de turistas, cautivados por los precios bajos. Gracias al dinero que inyectaron y al control de capitales establecido, Islandia se recuperó rápidamente, devolvió sus préstamos en 2015 y levantó en 2017 la prohibición de sacar divisas del país. Hoy el turismo se ha convertido en el mayor sector económico (representa un 40% frente a un 10% antes de la crisis), y con una economía más saneada, las autoridades ansían rebajar el crecimiento de turistas, así como diseminarlos por la isla. La mayoría de quienes llegan se concentran en el Golden Circle o círculo dorado, un tour que para en el parque natural de Þingvellir (allí se juntan las placas tectónicas norteamericana y euroasiática), la cascada de Gullfoss y el valle geotérmico de Haukadalur, donde se encuentran los famosos géiseres de Strokkur o Geysir. A estos lugares se unen el Blue Lagoon o Laguna Azul, una piscina formada artificialmente en 1976 con el agua de la planta de energía geotérmica de Svartsengi, y la playa de Reynisfjara, con su arena negra volcánica y sus rocas geométricas (un lugar donde tres turistas han muerto en los últimos años haciéndose un selfie, arrastrados por el mar).
“No creo que sea saludable crecer a un ritmo de dos dígitos como hemos visto algunos años”, apunta el ministro de Economía, Bjarni Benediktsson. “Que el turismo sea tan fuerte es muy buena señal, pero creo que nos ayudaría un crecimiento reducido pero más estable y continuado en el tiempo”. Con una previsión para 2018 de 2,4 millones de turistas, esto supone una subida del 9% desde el año pasado, lejos del aumento de un 24% interanual en 2017, el 46% en 2016 o el 20% en 2015. La ralentización, que el ministro asegura no es buscada, se nota en la calle. Una española que trabaja en Reikiavik como camarera asegura, en tono de sorna, que “quizá se haya corrido la voz de que esto es muy caro”.
“La carestía es culpa de la apreciación de la moneda”, describe Gylfi Arnbjornsson, presidente de la Confederación Islandesa del Trabajo, el sindicato mayoritario en el país. “La corona subió un 26% en 2016 y eso no es sostenible. El turismo sobrevive por una cuestión de cantidad de visitantes, pero cada vez se gana menos por cada uno de ellos”. Para este sindicalista, la vía rápida que se adoptó para salir de la crisis trajo beneficios, pero su visión de futuro no esconde preocupación. “Hay empresas increíbles del sector de los videojuegos que se han marchado a Silicon Valley o a Irlanda. Se han ido no porque no fueran productivas, sino por culpa de la corona islandesa”. Arnbjornsson pertenece a una minoría que preferiría adoptar el euro y abandonar la corona. En los peores momentos de la crisis, el Parlamento llegó a solicitar el ingreso en la UE, pero al poco tiempo un nuevo Gobierno revirtió la petición.
“La velocidad de crecimiento ha sido peligrosa”, comenta Friðrik Pálsson, dueño del hotel Rangá, un establecimiento de lujo cercano al volcán Eyjafjallajökull. El empresario reconoce los elevados precios en el país, aunque en ello ve también una oportunidad para atraer otro tipo de visitantes, seguramente más adinerados y menos invasivos. “Necesitamos reaccionar; hemos atraído a mucha gente pero quizá no de la manera más adecuada”. Su hotel representa lo contrario al Golden Circle. En sus estancias —por ejemplo en el restaurante— se respira tranquilidad y refinamiento, y Pálsson, un empresario del bacalao retirado, promueve las excursiones más exclusivas para sus clientes. Paseos en avioneta, helicóptero, motos de nieve, trineos con perros… o en todoterrenos equipados con ruedas de casi un metro de altura, auténticos big foot capaces de alcanzar en pocos minutos elevadas cotas del Eyjafjallajökull.
Allí arriba, en solitario, se toca el esplendor natural de Islandia, justo en el epicentro donde comenzó todo en 2010. Pálsson defiende experiencias como esta y habla metafóricamente del “Sáhara”, una gran capa de hielo glacial de hasta 1.000 metros de grosor, un lugar sin explotar y apenas sin explorar que cubre buena parte del país. “Hay oportunidades en sitios preciosos donde se podría llevar a algunas personas sin que sufriera la naturaleza”. ¿Una apuesta por un turismo racional o una nueva erupción a la vista?
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