Islandia, el país que dejó caer sus bancos, teme otra burbuja
Una década después de la crisis financiera, la isla vive un ‘boom’ económico alentado por el turismo, pero el desorbitado precio de las casas preocupa cada vez más a los ciudadanos
En Islandia no existen las variedades dialectales. Su idioma suena igual en los más de 100.000 kilómetros cuadrados de esta isla perdida a medio camino entre Europa y América. Los historiadores atribuyen esta peculiaridad a los muy habituales traslados a los que se veían obligados los agricultores: a medida que buscaban tierras donde la vida fuera menos dura, su forma de hablar se iba unificando.
Desde el salón de su luminoso apartamento en las afueras de Reikiavik, Olöf Sverrisdótir sonríe cuando se le sugiere que la infinidad de mudanzas que lleva sobre sus espaldas le acerque de alguna forma al nomadismo de sus antepasados. Pero esta profesora de 59 años no huye ahora de las inclemencias de una tierra inhóspita. Ella ha tenido que cambiar de piso varias veces en los últimos años por no poder pagar los alquileres cada vez más altos que le reclamaban los caseros. Como ella, muchos islandeses muestran una preocupación creciente por un mercado inmobiliario que parece fuera de control.
Islandia está de enhorabuena. Han pasado diez años de la crisis que colocó a este país con menos habitantes que la provincia de Burgos en los informativos de medio mundo. Ahora ya no protagonizan titulares por la quiebra de sus bancos ni por el encarcelamiento de los máximos responsables del colapso financiero —26 banqueros fueron condenados, pero muchos menos entraron en la cárcel, y hoy no queda ninguno entre rejas—. Desde 2011, su economía crece con fuerza, impulsada sobre todo por un turismo desaforado. Y el paro, que llegó a rozar el 10%, está en mínimos, por debajo del 3%.
Inquilinos cuentan casos de chantajes de los caseros para que dejen los pisos libres para los turistas
Pero el sueño de la bonanza también tiene su reverso. El precio de la vivienda se ha disparado. La consultora Knight Frank señaló el año pasado a Reikiavik como la ciudad con el mercado inmobiliario más caliente del mundo. Un informe reciente del Banco Central avisaba de que el país encadena cuatro años consecutivos de incrementos de precios superiores al 10%, superando ya los niveles previos al crash que propició que miles de familias se encontraran con casas que valían menos que cuando las compraron y unas hipotecas disparadas por la devaluación de la corona. Una década después de aquello, el fantasma de una nueva burbuja, esta vez no de activos financieros sino de ladrillo, se cierne sobre la isla.
¿Ha generado el alud de turistas y la consiguiente subida de precios inmobiliarios un nuevo modelo insostenible que acabará por explotar? La respuesta varía en función del interlocutor. El gobernador del Banco Central, Már Gudmundsson, admite que la vivienda se ha convertido en un problema, sobre todo para los jóvenes, pero asegura que es un fenómeno que obedece a la potencia de su economía. “No estamos ante una burbuja especulativa basada en el endeudamiento, como fue la de 2008”, afirma tajante.
Jon Danielsson, respetado profesor de Finanzas en la London School of Economics, opta por el camino de en medio: admite que la falta de casas disponibles y la avalancha de demanda por parte de inmigrantes, turistas y la población autóctona puede estar creando una burbuja, pero niega que sea demasiado peligrosa porque los precios tenderán a bajar. Y Ragnar Pór Ingólfsson, presidente de VR, el mayor sindicato del país, es el más pesimista de los tres. “Más de 10.000 personas lo perdieron todo durante la crisis de 2008. Los que peor lo pasaron entonces son los que ahora se ven más afectados por los altos alquileres”, explica en su despacho.
“No hay burbuja especulativa, como en 2008”, asegura rotundo el gobernador del Banco Central
Hace unas semanas, su sindicato lanzó una campaña por radio y Facebook en la que pedía a los ciudadanos que contaran sus problemas inmobiliarios. “Recibimos en pocos días infinidad de emails y cartas donde nos contaban auténticas pesadillas: chantajes de caseros para que abandonaran las casas con la expectativa de hacer más dinero con los turistas o captar nuevos inquilinos dispuestos a pagar un 30% más. Saben, además, que no tienen alternativa. En este país, la ley desprotege a los que alquilan, que cada año deben renegociar su contrato desde cero”, asegura Ingólfsson.
El próximo sábado se celebran elecciones municipales. Y, a juzgar por los temas más discutidos en la campaña, cuando estén frente a la urna, los habitantes de Reikiavik tendrán en su cabeza sobre todo un tema: la vivienda.
Grúas omnipresentes
Nada más aterrizar en el aeropuerto internacional de Keflavik, llama la atención la cantidad de grúas desplegadas tanto en la carretera como en la capital. Ni rastro del parón que siguió a la crisis. Hoy, en Islandia cunde la sensación de que este es el momento de ganar dinero. Reducida a su mínima expresión una banca antes fuera de control, siguen tirando de la economía sectores como la pesca y el aluminio. Pero el gran impacto viene de las hordas de estadounidenses, británicos o chinos que salen de cualquier rincón, ansiosos por visitar maravillas como la cascada de Gullfoss, bañarse en las aguas silícicas de la Laguna Azul o imaginarse cómo debió ser la formación de uno de los primeros parlamentos del mundo, el Althing, en el parque nacional de Thingvellir.
Casi 2,2 millones de personas visitaron el país el año pasado. Es decir, por cada islandés llegaron 6,4 extranjeros. Para hacerse una idea de la enormidad de esa cifra basta pensar en una potencia turística como España, donde la proporción en 2017 —un año récord— fue de 1,7. Según el Banco de Islandia, un 15% de la subida del precio de las casas se explica por el fenómeno de la plataforma de pisos turísticos Airbnb.
Paradójicamente, muchos islandeses atribuyen el punto de inflexión a Eyjafjallajökull, el volcán cuya erupción paralizó el tráfico aéreo europeo en 2010. “Pensamos que íbamos a ser el país más odiado del mundo. Y en cambio todos quisieron venir a ver nuestros paisajes”, ironiza la profesora de la Universidad de Reikiavik Katrín Ólafsdóttir. Si el volcán de nombre impronunciable puso a la isla en el mapa, el rodaje de películas de James Bond y Batman y de series como Juego de Tronos hizo el resto. Definitivamente, Islandia se puso de moda.
Tras años de fuerte crecimiento, la economía islandesa muestra ahora síntomas de agotamiento. Los economistas saludan esta desaceleración como algo positivo, capaz de evitar los riesgos de sobrecalentamiento. Por primera vez en años, el número de turistas cayó el pasado abril.
Mientras, la profesora de infantil Sverrisdöttir se inquieta pensando si debe usar sus ahorros para comprar un pisito — “mínimo, con 30 o 40 metros me conformaría”— o esperar confiando en que bajen algo los precios. “Ahora vas al centro de Reikiavik, y en muchos restaurantes no hablan islandés. Yo me crié en un lugar en el que salías de la ciudad y tenías grandes espacios para estar solo. A mí no me molesta que haya tantos turistas, pero este país ha cambiado definitivamente”.
Adiós al frenesí financiero del pasado
Hace ya un año que Islandia levantó los últimos controles de capital impuestos en lo más duro de la crisis. La hipertrofia de su sector financiero —los activos de los tres grandes bancos equivalían a 14 veces el PIB— dejaron en 2008 una cara factura. Por primera vez en tres décadas, un país rico pedía un rescate al FMI. En contra de una idea muy extendida, el Estado islandés sí pagó por los desmanes de sus banqueros. Es cierto que se dejó caer a las entidades en la bancarrota. “Aunque hubiéramos querido, no habríamos podido rescatarlos. Nadie tenía tanto dinero”, dice la profesora de Finanzas Katrín Ólafsdóttir. Pero el Estado sí inyectó dinero para salvar la parte nacional de los bancos. El Gobierno no rescató a los acreedores extranjeros, pero sí a los nacionales. Así, la deuda pública pasó en dos años del 23% al 87% del PIB.
Hoy, la situación financiera parece mucho más aburrida y segura. Al quebrar, el Estado separó las actividades de los bancos domésticas e internacionales. “Ahora, las entidades solo operan en Islandia y han resuelto la mayor parte de sus problemas”, explica Jon Danielsson, de la London School of Economics. Már Gudmundsson, gobernador del Banco Central, resume lo aprendido diez años después: “Es muy arriesgado para una nación pequeña con una divisa pequeña tener grandes bancos que operen en muchos países. Hemos aprendido la lección. No lo haremos más”.
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