Más extraño que la vida
Una habitación vacía con dos sillas y una cámara bastaban al añorado Eduardo Coutinho para crear un cine memorable
Eduardo Coutinho fue asesinado en 2014 por su hijo antes de acabar Últimas conversaciones, película póstuma que terminaron dos de sus colaboradores más cercanos, la montadora Jordana Berg y el cineasta (y productor) João Moreira Salles. En la cinta, que ha podido verse estos días en España, Coutinho, entonces de 80 años, se limita a charlar con una serie de chicos y chicas que van pasando de uno en uno por un mismo escenario, una habitación vacía con dos sillas y una cámara. Hablan un poco de todo: familia, estudios, sueños… El viejo cineasta se presenta así ante una de sus primeras interlocutoras, Bruna: “Te haré una serie de preguntas normales sobre la vida, y tú me puedes responder con verdades o mentiras, lo mismo da. Yo ya no sé si la verdad existe… Los jóvenes sois complicados porque estáis viviendo, pero sin embargo no tenéis recuerdos. No habéis perdido a nadie, no habéis amado a nadie. Así que solo preguntaré cosas idiotas, como si fuese un marciano o un niño de cuatro años”.
En 'Últimas conversaciones', Coutinho, entonces de 80 años, se limita a charlar con una serie de chicos y chicas que van pasando de uno en uno por un mismo escenario, una habitación vacía con dos sillas y una cámara
Para este marciano no había nada más cinematográfico que la palabra de sus personajes, personas comunes y anónimas con los que establecía, según él mismo explicaba, la relación erótica que esconde toda conversación. De forma incansable, su filmografía tardía persiguió el milagro de la oralidad. En su clase magistral Hacer cine con casi nada, Moreira Salles explicó en Madrid las claves de quien fue una figura esencial no solo para su vida y formación sino también para el cine de su país, Brasil. Coutinho apostó por la austeridad. Gramática visual y equipo de rodaje mínimos frente a sólidas convicciones. También el respeto a unos personajes a los que miraba de tú a tú y el rigor de una obra consecuente con la economía de la mayoría de un país “injusto, no pobre”, matizó Salles. Coutinho detestaba el cine de izquierdas, de denuncia, porque con sus ideas preconcebidas presenta a los pobres como víctimas; también lo profundo, lo pedagógico o lo periodístico, porque se considera útil e importante mientras la vida está en lo superficial, “en la basura”, decía. Y porque le gustaba burlarse de las grandes figuras, de la alta cultura, para presentarse como un provocador, popular, callejero, divertido y carnal. Definía su cine como “antropología salvaje”.
Hablé con Coutinho una vez a propósito de un viaje a España invitado por el Festival Punto de Vista y coincidiendo con un ciclo en el Reina Sofía. Las entrevistas telefónicas suelen ser torpes y atropelladas, pero Coutinho era infalible, también por teléfono. Había sido actor y sabía modular su timbre, tan histriónico que rompía cualquier barrera. Expresaba sus ideas como un torrente, con la voz cascada y bronca por el tabaco, algo que en mi caso me asusta y reconforta a partes iguales, imagino que como a cualquiera que ha visto a un ser querido suicidarse por un cigarrillo.
“Éramos muchos los que adorábamos a Coutinho”, recordó Moreira Salles en Madrid, “era una persona esencial para nosotros. De alguna forma le protegíamos, porque era un sabio, un profeta, pero también un hombre muy frágil. Un incompetente para la vida, para cualquier cuestión práctica”. Con sus pulmones destruidos por un enfisema, su hijo Daniel, psicótico, aceleró a puñaladas un final anunciado. En Últimas conversaciones la muerte entra descarada por la puerta, y en una misteriosa secuencia deja mudo al siempre parlanchín cineasta: “El silencio es más extraño que la vida”, dice. “Pero es maravilloso, empiezas a pensar”.
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