La patria de la maleta
En la patria de la imaginación, el verdadero escudo sería una maleta, y el pasaporte, un Certificado de Náufrago.
ERA LA PRIMERA vez que arrancaba un cartel. En una pared, cerca de Piazza Venezia, en Roma. He visto muchos carteles desagradables en las paredes, pero siempre he procurado contemplarlos como parte del paisaje urbano. Además, unos van tapando a otros, fundiendo mensajes y colores, formando cortezas con textura de líquenes tipográficos. Pero aquel cartel permanecía solo, sin competencia, pura bioperversidad golpeando la mirada. Habíamos cruzado aquel semáforo unas cuantas veces, y allí estaba como una burla hiriente. Decía en grandes caracteres con la estética de una oferta turística “Vacanze en Italia” (Vacaciones en Italia). El lema estaba impreso sobre una imagen que mostraba una barcaza llena de inmigrantes, levantando los brazos en un gesto que era de petición de auxilio, pero que el mensaje y las letras de trazo soleado y festivo convertían en una especie de saludo de excursionistas de parranda. Sabíamos que esos días habían muerto cientos de personas ahogadas en el Mediterráneo. Pero el cartel seguía allí. No había duelo. Como una lápida criminal, firmada con el logo de una funeraria política.
Yo sí estaba de vacaciones. Debería comportarme como un buen turista. Seguir mi camino. Como se dice en términos diplomáticos, no interferir en “asuntos ajenos”. Pero una parte de mí mismo no estaba de acuerdo. Ni en seguir el camino, sin más, ni en considerar que aquella propaganda era un asunto ajeno. Así que me vi haciendo lo que nunca había hecho. Arrancando un cartel en plena calle. Sin saber lo que pensaba o dejaba de pensar la gente que miraba. Primero con timidez, con dedos dudosos. Luego con ganas. Con moral en las manos. No esperaba una ovación indescriptible. Más bien lo contrario. Los fanáticos suelen ser muy susceptibles cuando les tocas la propiedad fanática. No pasó nada. Yo me sentí bien al tirar los restos de aquella esquela burlona en una papelera. No había cambiado el mundo, pero en aquella esquina ya no estaba el puto cartel. O eso creía.
Pero una parte de mí mismo no estaba de acuerdo. Ni en seguir el camino, sin más, ni en considerar que aquella propaganda era un asunto ajeno
Estaba equivocado en algo importante. El cartel, en realidad, era solo el trozo visible de una gran mancha sucia que iba impregnando la atmósfera. No era el desahogo de un simple grupo de pirados fanáticos. En la última campaña electoral italiana, los productores de odio consiguieron situar la inmigración en el centro del debate. Envenenar a la gente con esa maniobra de distracción, como hizo Donald Trump en Estados Unidos. Ahora, en Italia, hay un ministro del Interior, Matteo Salvini, que utiliza su puesto de responsable de seguridad para intimidar y crear inseguridad en las personas más vulnerables e indefensas: “Prepárense a hacer las maletas”.
Sí, la maleta suele ser la única propiedad del inmigrante. Hace unos días, en Perugia, Umbría, en un encuentro literario, se suscitó el tema de las patrias. Fernando Aramburu, autor de ese suceso que es la novela Patria, dijo algo muy sugerente: “Mi verdadera patria es la biblioteca”. Algo parecido declaró en su día George Steiner: “Mi patria es la mesa donde escribo”. Por mi parte, asocié la patria, o la matria, con una maleta. Una especie de patria portátil. Recuerdo que de niño, en la primera escuela, no había asientos suficientes y pasé el curso sentado en una maleta, compartida con otro compañero. En la patria de la imaginación, el verdadero escudo sería una maleta, y el pasaporte, un Certificado de Náufrago.
España ha sido un país de emigrantes. Vuelve a serlo para muchos jóvenes. Esa generación, que se ha definido como “la mejor preparada”, tiene que buscar, maleta en mano, la línea del horizonte. Me sorprende la gente que ignora esa identidad emigrante. O la que afirma, desmemoriada: “Lo nuestro era distinto. ¡Íbamos con papeles, con contratos!”. Íbamos y no íbamos. Mi padre, albañil, emigrante en Venezuela, declaró en Aduanas, tal como le habían aconsejado, que viajaba por placer y que era de profesión ingeniero. Decía con humor: “¡Durante un día fui ingeniero de obras públicas!”.
El síndrome peligroso de Matteo Salvini está muy extendido por Europa. Un caso de estupidez tan extrema como exitosa es el del primer ministro húngaro Viktor Orbán. Ha conseguido el apoyo de la mayoría del país agitando la bandera del miedo contra lo que llama la “inundación”. El otro, el inmigrante de la maleta, como una amenaza para la supervivencia de una patria milenaria. En realidad, Hungría, como gran parte de Europa, sufre un derrumbe demográfico. Es la juventud húngara la que emigra, mientras Orbán llena el vacío de su gestión con esas palabras grandilocuentes que causan tanto daño.
Cuando retumban esos discursos, mejor tener cerca la maleta.
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