_
_
_
_

El chasquido de la ciencia

Herman Melville construyó la fabulosa historia de una alianza entre el cazador y su presa, y lo hizo en un tiempo donde el ambiente del naturalismo empezaba a infiltrarse en la sociedad

Montero Glez
Ilustración de la caza final de Moby Dick
Ilustración de la caza final de Moby DickI. W. Taber

Evocar el mar, la inmensidad de sus abismos donde reina el Leviatán, tiene un componente literario para toda persona que conozca la historia de Moby Dick. Sin lugar a dudas, la ballena blanca es la heroína por excelencia de las novelas de aventuras y nadie que haya leído el relato de Herman Melville puede escapar de su mordisco. El monstruo marino que arranca la pierna y el alma al capitán Ahab traspasa las fronteras de la realidad, decidido a quedarse para siempre en nuestra memoria.

Bien mirado, tal asunto solo lo consigue la fábula cuando está basada en hechos reales y eso es lo que sucede con Moby Dick. Su soporte es la realidad del mar en aquellos tiempos donde los cetáceos eran una mercancía valiosa debido a su aceite y sobre todo al ámbar gris, secreción muy apreciada en perfumería; un vómito fétido que, con el tiempo, llega a convertirse en aromático y que se utilizaba para fijar la esencia olorosa de los perfumes. La fragancia cruel del crimen es uno de los aspectos de la realidad en los que se basa la novela de Melville.

A decir verdad, Moby Dick no era ballena, sino un cachalote de color blanco que fue visto por primera vez a principios del siglo XIX en las aguas del Pacífico, cerca de la isla de Mocha, frente a las costas de Arauco, en Chile, donde fue arponeado. Su historia la recogería el explorador Jeremiah Reynolds y fue publicada en 1839 por entregas en la Knickerbocker Magazine bajo el título Mocha Dick: Or the White Whale of the Pacific. Según el relato de Reynolds, un buen número de botes habían sido destrozados por sus terroríficas mandíbulas. Se trataba de un monstruo invencible que una vez herido, pudo escapar de la encerrona de tres balleneros ingleses con el lomo atestado de hierros. A partir de entonces, su nombre aparecía siempre que las tripulaciones de los balleneros coincidían. “¿Alguna noticia de Mocha Dick?”, se preguntaban los marineros desde cubierta.

Uno de aquellos barcos, el Essex, partió de Nantucket rumbo al Pacífico Sur. En noviembre de 1820, sus marineros se encontrarían en alta mar con el terror bíblico del Leviatán encarnado en un cachalote gigante que embistió el barco hasta hundirlo. El primer oficial, Owen Chase, escribiría un relato asfixiante titulado Narración del más extraordinario y desastroso naufragio del ballenero Essex y donde se describe la cabeza del cachalote como si estuviese diseñada para embestir. Parece ser que Herman Melville lo leyó mientras servía en el ballenero Acushnet. De esta manera, el futuro autor de Moby Dick fue inspirado por la idea de que los cetáceos eran capaces de agredir a los barcos.

Científicamente, la agresividad del cetáceo no es un hecho probado y por ello, casi dos siglos después del naufragio, los cetólogos no pueden precisar lo sucedido. Tan solo pueden lanzar hipótesis y las hipótesis, ya se sabe, ni son verdaderas ni son falsas. Por algo son hipótesis. Una de las suposiciones se refiere a que la agresividad del cetáceo se desató cuando los tripulantes del ballenero perseguían y arponeaban a otros miembros de la manada, incluidas las crías. Pero no se sabe a ciencia cierta.

Lo único cierto es que, con tales asuntos, Melville construyó la fabulosa historia de una alianza entre el cazador y su presa, y lo hizo en un tiempo donde el ambiente del naturalismo empezaba a infiltrarse en la sociedad. Sin ir más lejos, Darwin había terminado su viaje y Alfred Wallace andaba recolectando insectos en la selva amazónica dispuesto a mostrar al mundo la evidencia de la transmutación de las especies.

Eran tiempos en los que la razón científica venía dispuesta a explicarnos que no hay efecto sin causa y que aunque podamos pensar en la nada, los seres vivos no aparecemos de dicha nada. Por eso, Moby Dick es algo más que el relato de la obsesión del Capitán Ahab por dar caza al Leviatán. Algo más que la historia de una venganza y mucho más que una novela de aventuras. Porque Melville consiguió con su relato la tensión entre lo eterno y lo perecedero, entre el código literario y el código científico que dejó expresado en las disertaciones que va intercalando entre capítulos. Esa es su verdadera grandeza.

El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Montero Glez
Periodista y escritor. Entre sus novelas destacan títulos como 'Sed de champán', 'Pólvora negra' o 'Carne de sirena'.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_