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Carta blanca
Columna
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Un abrazo, ‘nen’

Pepe, fuiste uno de mis mejores amigos, dueño de una cualidad única y hermosa: enseñar a vivir a quien te escuchaba.

QUERIDO PEPE Vinagre: Va a hacer siete años que te fuiste del mundo —tenías, creo, 73— y todavía no alcanzo a comprender el absurdo sustancial de que puedan dejar de existir gentes como tú. Fuiste uno de mis mejores amigos y me llevaría muchas páginas, puede que incluso un libro entero, explicar bien quién eras. No obstante, si tuviese que resumir en pocas palabras la esencia de tu carácter, diría que lo fundamental residía en tu amor a la vida, en tu rabiosa vitalidad.

Viniste al mundo en un pequeño pueblo costero almeriense, Garrucha, y, sin estudios apenas —sospecho que no sabías leer—, comenzaste a trabajar desde niño

Viniste al mundo en un pequeño pueblo costero almeriense, Garrucha, y, sin estudios apenas —sospecho que no sabías leer—, comenzaste a trabajar desde niño durante la miserable posguerra: primero en la recolección del esparto, más tarde en la pesca, luego como picador en las minas de mármol, y finalmente emigraste a los fríos inviernos de las regiones alpinas francesas, en donde, cuando helaba —decías—, los bordes de las sábanas cortaban como navajas. Eras el hermano menor de una pobre familia de nueve hermanos, hijos de un carabinero. Pero cuando narrabas historias de aquellos años de penuria —“los tiempos del hambre”, los llamabas— buscabas el lado cómico del relato y no el dramático. Siempre recordaré aquel en que contabas cómo sacaste el único cerdo que poseía tu familia del pozo negro del patio de la casa, en donde cayó por accidente. Resultaba una historia hilarante, tragicómica, tierna y punteada de tintes quijotescos, digna del mejor Berlanga. Tu apodo, Vinagre, no te hacía justicia.

Nos conocimos en los ochenta del pasado siglo, cuando yo tenía alrededor de cuarenta años y tú unos seis o siete más, y de inmediato intimamos. Me sedujeron tu hidalguía, tu elegancia natural, tu delicada educación, tu sentido común, tu orgullo, tus pocas pero firmes certezas…, cualidades que no se aprenden en ninguna escuela y que poseías a raudales. Y me di cuenta de que yo siempre había buscado a alguien como tú, una suerte de Sancho Panza sutil, o de Alexis Zorba, el errabundo y sabio remedo de Ulises. Porque eras dueño de una cualidad única y hermosa: enseñabas a vivir a quien te escuchaba. He conocido a grandes intelectuales, crecidos en las más prestigiosas universidades, que a tu lado resultaban unos soberanos patanes o unos peligrosos fanáticos. No hay hombres mejor cuajados que los que se forjan en la voluntad y el coraje.

Cuando bajaba al sur para salir a pescar contigo en tu decrépita barca y te hablaba de mis problemas con la escritura, me mirabas afilando las puntas de las orejas y con ojos empequeñecidos, quizá sin entender nada de lo que te comentaba, y decías mirando al cielo: “Nene, no podemos llegar a coger la luna”. Si te hablaba de desdichas, convenías: “Espera, que después de lo malo viene lo bueno”. Y tu filosofía para existir la resumías en una frase: “La vida son raticos, nene”.

Siempre afirmaste que deberían enterrarnos juntos y que cada 10 años me dirías: “Date la vuelta, Javier, que se te va a dormir la pierna”. Seguro que me guardas un hueco a tu lado.

Un abrazo, nen. 

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