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El único hombre que le clavó un cuchillo a la reina

Un nuevo libro recuerda al cirujano Joseph Lister, que cambió el curso de la historia de la medicina

Manuel Ansede
El cuadro 'La clínica Gross', pintado por Thomas Eakins en 1875.
El cuadro 'La clínica Gross', pintado por Thomas Eakins en 1875. Museo de Arte de Filadelfia

En 1821, un chico de 18 años con flequillo estrafalario llegó a París para estudiar medicina. Se llamaba Hector Berlioz. Décadas después, en sus memorias, recordaría su primer encuentro con una sala de disección. “Era como si la Muerte y su espeluznante banda me pisaran los talones”, escribió. Ocurrió en el Hospital de la Piedad. Allí, asqueado por el repugnante hedor del lugar, vio “los miembros esparcidos, las cabezas sonriendo, las calaveras boquiabiertas” de los cadáveres. Lo peor, rememoraba, era ver las ratas royendo vértebras sangrantes y bandadas de gorriones picoteando los pulmones humanos. El joven saltó por una ventana del hospital, huyó corriendo a su casa y decidió dedicarse a otra cosa. Y ahí está la Sinfonía fantástica, con la que Berlioz revolucionó la música.

Así eran las escuelas de medicina a comienzos del siglo XIX. La escena la recuerda la historiadora británica Lindsey Fitzharris en su nuevo libro, De matasanos a cirujanos (editorial Debate), en el que radiografía la revolución que transformó “el truculento mundo de la medicina victoriana”. Hace poco más de 150 años los hospitales eran una pocilga. El cirujano escocés James Young Simpson lo resumió así en 1869: “Un soldado tiene más posibilidades de sobrevivir en el campo de Waterloo que una persona que entra en el hospital”.

Las ratas roían los huesos y los gorriones picoteaban los pulmones humanos en las salas de disección del siglo XIX

Las clínicas, recuerda Fitzharris, estaban tan envenenadas que morían los propios médicos. Entre 1843 y 1859, por ejemplo, más de 40 estudiantes de Medicina fallecieron tras contraer infecciones letales en el hospital de San Bartolomé, en Londres. “Algunos alumnos traspasaban por completo los límites de la decencia y usaban partes podridas de los cadáveres como armas, luchando en duelos simulados con piernas y brazos seccionados. Otros sacaban vísceras fuera de la sala y las colocaban en lugares donde pudieran sorprender y horrorizar a los no iniciados cuando las descubrían”, relata Fitzharris.

La autora, doctora en historia de la ciencia por la Universidad de Oxford, elige la figura del médico Joseph Lister para recorrer la metamorfosis de la medicina en el siglo XIX. Lister nació el 5 de abril de 1827 en Upton, muy cerca de Londres, en el seno de una familia cuáquera. La capital era por entonces una alcantarilla a cielo abierto, con zanjas rebosantes de excrementos.

El médico Joseph Lister.
El médico Joseph Lister.Wellcome Collection

El padre de Lister, Joseph Jackson, era un enamorado de los microscopios y transmitió su pasión a su hijo, que a los 17 años ingresó en el University College de Londres para estudiar Medicina. “Vivía sumido en sus pensamientos, modesto, sin autoritarismo, sencillo”, lo describía un amigo. En aquella época, los cirujanos entraban a la sala de operaciones con viejas batas, rígidas por la sangre y el pus secos, que eran exhibidas como un trofeo que demostraba la experiencia en el quirófano, según Fitzharris.

Los colchones de los hospitales tenían piojos. La cera ardiente de las velas que iluminaban las operaciones caía sobre los pacientes. Los cirujanos cauterizaban heridas con hierro al rojo vivo. “Lo peor de todo era que los hospitales solían apestar a orina, deposiciones y vómitos. Un hedor repugnante impregnaba las salas quirúrgicas; era tan fuerte que a veces los médicos entraban con pañuelos apretados en la nariz”, narra la historiadora.

El padre de Lister le dio un consejo: "No jurar fidelidad a las palabras de ningún maestro"

“Si el amor a la cirugía es una prueba de que una persona se está adaptando a ella, entonces sin duda estoy preparado para ser cirujano; porque usted no puede hacerse una idea de cuánto disfruto día tras día experimentando en esta sangrienta y carnicera parcela del arte de curar”, escribió Lister a su padre. Su progenitor le respondió con un consejo: Nullius jurare in verba magistri. No jurar fidelidad a las palabras de ningún maestro.

Y Lister le hizo tanto caso que acabó cambiando el curso de la historia de la medicina. Por aquel entonces, gran parte de la comunidad médica creía que las inflamaciones y el pus eran fases del proceso de curación. Pero Lister no se conformaba con ver morir a sus pacientes por monstruosas infecciones hospitalarias. El cirujano conoció los trabajos del químico francés Louis Pasteur, que a mediados de siglo había comenzado a investigar por qué algunas cubas de licor de remolacha se estropeaban durante la fermentación. Y llegó a una conclusión trascendental: la putrefacción y la fermentación eran causadas por la multiplicación de diminutos microorganismos transportados por el polvo.

“Cuando leí el artículo de Pasteur, me dije: así como podemos acabar con los piojos en la cabeza infestada de un niño aplicándole un veneno que no causa daño en el cuero cabelludo, seguro que podríamos aplicar a las heridas del paciente productos tóxicos que destruyeran las bacterias sin dañar las partes blandas del tejido”, escribió Lister. Y, en 1865, tras pruebas con multitud de sustancias, encontró el antiséptico que buscaba: el ácido carbólico, un alcohol derivado del benceno, hoy más conocido como fenol.

En 1895, un antiséptico inspirado por Lister se utilizó para enjuagar la boca: se llamaba Listerine

Lister tenía entonces 38 años y trabajaba en la Enfermería Real de Glasgow. Un día de agosto, llegó al hospital James Greenlees, un niño de 11 años que había sido arrollado por un carro. Una fractura abierta mostraba la tibia de su pierna izquierda. La herida estaba contaminada con tierra. La opción habitual habría sido serrar el miembro y rezar para que no hubiera una infección, pero Lister decidió arriesgarse con su nuevo antiséptico. Lavó la herida con ácido carbólico y la cubrió con un apósito. Seis semanas y dos días después de que el carro le destrozara la pierna, James Greenlees salía del hospital, escribe Fitzharris.

Lister acababa de inventar el sistema aséptico hospitalario. Su fama se extendió hasta tal punto que, el 3 de septiembre de 1871, fue llamado por telegrama al castillo de Balmoral, en las Highlands de Escocia, donde la reina Victoria había enfermado gravemente por una absceso en la axila, que ya tenía el tamaño de una naranja. Y allí llegó el médico el día siguiente, pertrechado con el ácido carbólico. La operación fue un éxito. De vuelta a Edimburgo, donde enseñaba cirugía, dijo a sus alumnos: “Caballeros, ¡soy el único hombre que le ha clavado un cuchillo a la reina!”.

Pocos lectores se lanzarían de primeras a por 250 páginas de historias sobre la antisepsia, pero De matasanos a cirujanos atrapa. El sistema de Lister, según detalla el libro, corrió de boca en boca y cruzó el Atlántico. El cirujano inglés viajó a Estados Unidos, a Filadelfia, para dar una conferencia en un congreso médico internacional. Entre el público se encontraba el doctor Joseph Joshua Lawrence, que se lanzó a fabricar su propio cóctel antiséptico. Utilizó un derivado del fenol, eucaliptol, mentol y alcohol. Y, en 1895, el uso de la mezcla se extendió como antiséptico para la boca. En honor del culpable de todo, se llamó Listerine. Lister ya era inmortal.

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Sobre la firma

Manuel Ansede
Manuel Ansede es periodista científico y antes fue médico de animales. Es cofundador de Materia, la sección de Ciencia de EL PAÍS. Licenciado en Veterinaria en la Universidad Complutense de Madrid, hizo el Máster en Periodismo y Comunicación de la Ciencia, Tecnología, Medioambiente y Salud en la Universidad Carlos III

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