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Columna
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Ya lo dijo Pío

La dimisión demuestra el deterioro de la vida interna de algunos partidos

Mariola Urrea Corres
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, pasa junto a la ya expresidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, tras finalizar el acto de entrega del Premio Cervantes. EFE/Emilio Naranjo
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, pasa junto a la ya expresidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, tras finalizar el acto de entrega del Premio Cervantes. EFE/Emilio NaranjoEmilio Naranjo (EFE)

Cuerpo a tierra que vienen los nuestros. La frase se atribuye a Pío Cabanillas cuando quiso describir cómo se las gastaban los de UCD en la Transición. El vídeo que ayer precipitó la dimisión de Cifuentes nos sitúa también en un contexto de guerra fratricida en el PP. Pero me atrevería a decir que nos coloca en un escenario más degradado moralmente que el que reflejan las luchas de poder entre quienes forman parte del mismo partido. De hecho, no es la primera vez que los partidos recurren a las cloacas, ya sea para gestionar sus asuntos internos, ya sea para tratar de imponer sus tesis y derrotar al adversario. No convendría, sin embargo, dejar de escandalizarse por ello. Más aún. La manera en la que se ha resuelto el caso Cifuentesdebería servir también para reflexionar si queremos ordenar nuestra vida pública recurriendo a las técnicas que operan en organizaciones mafiosas. La cuestión no es menor. La tentación de dar por válido este método para poner fin a la carrera política de quien se resiste, sin lógica alguna, a aceptar que su etapa ya ha concluido podría parecernos un mal menor; un peaje que podría pagarse con gusto. Sin embargo, debemos ser conscientes de que validar estas técnicas sin oponer reparo es contribuir de forma peligrosa e irreversible al deterioro de nuestro sistema político. Un precio, este sí, que quizás ya no sea asumible para nadie.

Qué duda cabe que la ya dimitida presidenta de la Comunidad de Madrid debió abandonar su cargo el mismo día que se ofreció información solvente como para evidenciar que la obtención del título no se había acomodado a las exigencias académicas habituales. Ella mejor que nadie sabía que ni existía trabajo fin de máster, ni hubo defensa del mismo ante ningún tribunal. Ella mejor que nadie sabía que el acta que avalaba su calificación había sido falseada. Para sorpresa de muchos, la afectada, lejos de dimitir, optó por camuflar su embuste denunciando una campaña de acoso y derribo. Durante varias semanas, la soberbia (y probablemente también la soledad) impidió a Cifuentes entender que su situación no era compatible con las exigencias de virtud pública que es necesario acreditar para seguir en activo al frente de una institución. Hoy se sabe que malinterpretó los aplausos, los besos (¿de Judas?) y los apoyos que le profesaron desde su partido. No era a Cifuentes a quien defendían. Se trataba de una representación que divertía al público mientras el partido ganaba tiempo para desgastar políticamente al socio de gobierno que amenazaba con apoyar la moción de censura.

La dimisión de Cifuentes es necesaria y saludable para los estándares de honorabilidad que requiere nuestra democracia. No tengo tan claro, sin embargo, que la forma en la que se ha ejecutado esta orden no haya evidenciado, en realidad, el profundo deterioro de la vida interna de algunos partidos. Una realidad que, de confirmarse, los aleja significativamente de la dignidad que les impone dar cumplimiento a la función que tienen encomendaba por la Constitución.

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Sobre la firma

Mariola Urrea Corres
Doctora en Derecho, PDD en Economía y Finanzas Sostenibles. Profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea en la Universidad de La Rioja, con experiencia en gestión universitaria. Ha recibido el Premio García Goyena y el Premio Landaburu por trabajos de investigación. Es analista en Hoy por hoy (Cadena SER) y columnista en EL PAÍS.

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