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La mujer que escribió el primer capítulo del arte moderno en Brasil

'Antropofagia' (1929) es, junto con 'La negra' y 'Abaporu', una de las obras fundamentales de la artista.
'Antropofagia' (1929) es, junto con 'La negra' y 'Abaporu', una de las obras fundamentales de la artista.
Estrella de Diego

Pintora y viajera, audaz y cosmopolita, Tarsila do Amaral se instaló en París atraída por las nuevas formas artísticas que inundaban la ciudad. Ahora el MOMA de Nueva York recuerda su legado.

CADA VEZ ME SIENTO más brasileña. Quiero ser la pintora de mi país”, escribía la artista Tarsila do Amaral (Capivarí, 1886-São Paulo, 1973) en una carta que envió desde París a sus padres el 19 de abril de 1923. Dos años antes había puesto rumbo, audaz y viajera como lo sería toda su vida, hacia la capital francesa con su hija Dulce, quien permanecía en un internado inglés mientras ella asistía a clases de pintura en la célebre Académie Julian.

Tarsila en un retrato de los años veinte.
Tarsila en un retrato de los años veinte.

París era entonces la capital de la vanguardia, y a la elegante joven, hija de un rico hacendado cafetero del Estado de São Paulo, le fascinaron de inmediato esas formas artísticas tan novedosas que inundaban la ciudad sin tregua: la pura vanguardia. Ahí descubrió la obra de Cézanne, mito y destino sentimental para tantos pintores que desde América Latina llegaban a Europa. O descubrió, al menos, sus huellas modernísimas. Se lo comentaba a su amiga, la también pintora Anita Malfatti, apenas unos meses después de su llegada: “Mira, Anita, esto está lleno de cubismo y ­futurismo. Muchos paisajes impresionistas y dadaístas. Pero no sé si me convence tanto exceso de cubismo y de futurismo”.

Malfatti desempeñó un papel fundamental en uno de los eventos clave para la innovación cultural brasileña: la Semana de Arte Moderna, que se inauguró en São Paulo el 11 de febrero de 1922 y sería considerada como la primera manifestación del modernismo brasileño. Durante esos días, la urbe se transformó en la capital de lo nuevo, tomando posiciones frente a Río de Janeiro, la ciudad histórica por excelencia con sus bellos edificios coloniales y el regusto de su centro de casitas bajas, presidido por la confitería Colombo, entre cuyos clientes asiduos se encontraba el compositor Heitor Villa-Lobos.

El propio Villa-Lobos, traductor de Bach al tropicalismo en la serie de nueve piezas que bautizó como Bachianas brasileiras, está muy presente en los actos de la Semana de Arte Moderna, donde las lecturas de poemas se alternan con conciertos, conferencias y exposiciones. El escritor Graça Aranha habla de los cambios que se están produciendo en Brasil en su camino hacia la modernidad y alude al papel que van tomando compositores como el propio Villa-Lobos, jóvenes poetas como Oswald de Andrade y Mário de Andrade o pintores como Emiliano di Cavalcanti y la mencionada Anita Malfatti. Todos le escuchan. Aranha habla con conocimiento de causa: en sus años de diplomático ha tenido ocasión de familiarizarse con las propuestas artísticas internacionales.

'La negra' (1923).
'La negra' (1923).

En cualquier caso, la carrera hacia la modernidad en Brasil, de la cual participaría Tarsila do Amaral en primera línea, había empezado años antes con Malfatti en 1917, que protagonizó la primera exposición vanguardista de Brasil. Por supuesto, hubo división de opiniones: el escritor Monteiro Lobato hizo una crítica demoledora en la cual defendió los valores inalterables de lo moderno representado por Rodin y frontalmente se posicionó el poeta Oswald de Andrade, pareja primero y marido después de Tarsila do Amaral. En un artículo sobre Malfatti, Andrade retó al naturalismo fotográfico y alabó unas pinturas “audaces” que simbolizaban la síntesis de estilos —cubismo, un poco fauvismo— que encarnaba la esencia de Brasil: una cultura caníbal, híbrida e impura, que devoraba influencias del exterior y que, para la historia oficial, Andrade inventaría en 1928 a través de su Manifiesto antropófago.

Se trataba del mismo eclecticismo extraordinario y luminoso que salpicaba las obras producidas en América Latina durante esos años y representaba la recepción transatlántica de las vanguardias europeas: al cruzar el océano eran releídas y vueltas a narrar de un modo inesperado, brillante, lleno de presagios. De hecho, muchos de estos escritores y artistas americanos, pertenecientes a una clase burguesa hasta cierto punto europeizada, entienden el hechizo de la diferencia de esa casa exótica —de los afrodescendientes, los nativos, los otros en suma— desde la capital francesa. Es el caso de Wilfredo Lam, quien despliega su africanidad cubana en París, o el de Joaquín Torres-García, cuando lejos de su tierra natal, Uruguay, reflexiona sobre ese “ser americano” que iba a convertirse en la reflexión constante en el continente durante las décadas de 1920 y 1930.

Cuaderno de viaje. Durante los años veinte, la artista realizó frecuentes viajes entre São Paulo y París.
Cuaderno de viaje. Durante los años veinte, la artista realizó frecuentes viajes entre São Paulo y París.

La negra de Tarsila de Amaral, pintada en 1923, se podría encuadrar dentro de esa necesidad de volver a una casa con mucho de regreso a los orígenes. En el cuadro, una mujer de rasgos afrodescendientes se recorta sobre un fondo geométrico que recuerda a las obras de Mondrian y establece con la figura informe un contraste inesperado, impensable en la creación europea de esos años para la cual abstracción y figuración eran compartimentos estancos. Frente a las fantasías africanas de Picasso —cuyo estudio visita Tarsila do Amaral durante su estancia parisiense—, la mujer de La negra es un retrato: en uno de los álbumes de viaje de la pintora aparece la foto de la empleada de la casa familiar que debió de servirle de modelo.

Los cuadernos de dibujo y álbumes de viaje son muy numerosos en la producción de Tarsila do Amaral y en ellos recoge bocetos, notas visuales, rápidas y poéticas, retazos de lo que va encontrando en los recorridos a menudo por su propio país, que acaba por convertirse en el descubrimiento de lo “otro” familiar. Estos collages intrigantes y atractivos forman parte de un curioso proyecto autobiográfico que la artista escenifica camuflado a lo largo de su vida también a través de las representaciones en sus autorretratos: en ellos se conforma como un estereotipo déco, tan diferente de la Tarsila que protagoniza las fotos tomadas en Brasil. Son las fluctuaciones del yo que se plasman en su cambio de estilo durante los años treinta, cuando, reforzada como activista, se convierte al realismo tras su viaje a Moscú y llena sus lienzos de trabajadores y oprimidos.

Retrato de Tarsila do Amaral tomado alrededor de 1921.
Retrato de Tarsila do Amaral tomado alrededor de 1921.

Durante la década de 1920, en París se desarrolla la fascinación hacia las representaciones del “exotismo” de África, desde el jazz hasta Josephine Baker, y Tarsila forma parte de esos intereses. No en vano, el escritor suizo Blaise Cendrars, a quien ella y Oswald de Andrade conocen en la capital francesa, se queda fascinado por la figura de La negra y la usa para la portada del libro Feuilles de route. De alguna manera es este amigo centroeuropeo quien impulsa el viaje de Tarsila y Oswald por Brasil. Allí la pintora descubre el carnaval de Río, las procesiones, la arquitectura colonial de Minas Gerais, las ceremonias de lo popular, en suma, que constituyen cierta cultura brasileña que hasta ese momento había estado al margen en su vida elegante y paulistana. Igual que tantos artistas y escritores latinoamericanos en el París de entonces, Tarsila descubre lo “otro exótico” en ella a través de unos ojos inéditos: los suyos.

Las contaminaciones de lo popular y lo local, más evidentes tras su viaje a Salvador de Bahía, donde ­pervive la cultura afrodescendiente en sus formas más vivas, inspiran una de las obras clave del siglo XX en Brasil: Abaporu, en la cual la pintora lleva un paso más allá la propuesta de cuerpos desbordados de La negra. El cuadro, regalo de cumpleaños a su marido en ­enero de 1928, prepararía el camino radical para grandes cambios. Lo intuye el poeta Raul Boop: “De esta obra saldrá un movimiento intelectual importante”, escribe.

Nada más cierto. Tarsila y Oswald buscan juntos título para la obra y lo encuentran en un diccionario tupí-guaraní: aba significa “persona”; poru, “que come”. En la pintura Abaporu, Tarsila do Amaral ha representado por primera vez esa cultura caníbal que inspira el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade, escrito solo meses después, aunque leído como punto de partida en la citada invención de esa “brasilianidad” de mezclas.

'Carnaval em Madureira' (1924).
'Carnaval em Madureira' (1924).

“La antropofagia es el movimiento representativo de una época y tendrá su propio ciclo. Me parece el indicador de una enorme renovación brasileña, aquella que llevará Brasil a los destinos más elevados porque no es un movimiento meramente literario o colonial”, declaraba Tarsila do Amaral en una entrevista para la revista Crítica en julio de 1929. No estaba equivocada. La reflexión antropófaga que surge por primera vez de su pintura, y no de la escritura de Oswald de Andrade, como suele decirse, es la mecha de la modernidad brasileña en los años veinte del siglo anterior y conforma la modernidad de los sesenta. Es una poderosa imaginería local, a medio camino entre la invención y la recuperación, una marca “tropicalista” de la cual participan generaciones posteriores de artistas plásticos como Hélio Oiticica o Lygia Clark, poetas como Haroldo de Campos o el mismísimo cantautor Caetano Veloso. Es, al fin, la otra vanguardia resplandeciente que llega desde ultramar. 

La exposición Tarsila do Amaral. Inventing Modern Art in Brazil puede visitarse en el Moma de Nueva York hasta el 3 de junio.

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