Pascua Ortega: El refugio del interiorista
Con cuatro décadas de oficio a la espalda, es uno de los decoradores de referencia y uno de los pioneros de la disciplina en España. Entramos en su casa-estudio de Madrid, el proyecto más personal de un "vividor".
En la casa-estudio de Pascua Ortega, uno de los pioneros del interiorismo en España, huele a fuego de chimenea. La luz es tenue, los techos altos. En esta especie de palacete del barrio de las Letras de Madrid, cada objeto ha encontrado un rincón y no hay rincón desnudo. Dentro de esa densidad de objetos, de libros colocados sobre una mesa aquí y otra allá, de revistas organizadas en hatillos en las estanterías, de espejos y columnas, todo parece estudiado por alguien meticuloso que dice estar obsesionado con las luces —“en cuanto falta una me doy cuenta”, comenta mientras ordena que se repongan—. Ortega, de 72 años, avanza por salas comunicadas entre sí donde están las mesas de su equipo —unas 10 personas—, los muestrarios textiles, los de pavimentos, los de acabados, los planos. Un mundo que desemboca en su despacho, el lugar de donde han salido los 800 proyectos que calcula haber realizado a lo largo de cuatro décadas, desde casas particulares hasta las áreas de presidencia del grupo March, Barclays y Telefónica. De las embajadas españolas en Washington y Riad hasta la puesta en escena para Madrid de la boda de los reyes Felipe y Letizia.
Sentado detrás de su escritorio, con una gran estantería repleta de libros de jardinería, arte, decoración y pintura a la espalda, Ortega explica qué es lo primero que hace cuando llega a un espacio que tiene que transformar. “Miro. Lo absorbo. A veces entro en un sitio y ya lo veo: aquí están mal las proporciones, habría que romper líneas… El espacio físico es clave y también la finalidad, si es una vivienda o tiene una función pública. Me dan una planta y dibujo cómo haría yo para que esos metros funcionasen de manera óptima”.
Su voz suena algo gastada sobre los violines de la música de cámara que tiene puesta en la radio, aunque puntualiza que escucha de todo. Tiende a terminar sus frases con un “¿entiendes?”, como una coletilla inconsciente. Para él, una vivienda bien decorada es “la que no está decorada. Esa no es la palabra. Tiene que tener alma y debe funcionar. Que sea cómoda, atractiva. Que tenga datos que manifiesten al que vive”, explica. Sobre la suya propia, situada en el piso superior, asegura que es la de “un vividor”. Suelos de madera, su perro golden estirado en la alfombra. La casa destila calma, organizada en torno a un patio donde brotan las flores de los camelios. Los salones están preparados para albergar a varios comensales, y de nuevo la sensación de que todo está colocado en un perfecto orden. Cada cuadro, espejo, libro, fotografía dedicada. Muy lejos de lo que debió ser el primer piso que tuvo en Nueva York a finales de los setenta, cuando trabajaba en las finanzas, tras estudiar Derecho y Económicas en Deusto y todavía no había hecho del interiorismo una profesión. “Me lo monté con cuatro cosas y la gente venía a verlo. Les parecía la bomba. Había una especie de supermercados orientales baratísimos y yo compraba colchas indias de algodón y tapizaba una habitación. Luego volví a Madrid. Era la época de la premovida y me compraron un piso en una zona inédita, en la calle de Válgame Dios [en Chueca, hoy uno de los barrios de moda de Madrid] que había pertenecido al torero Manolete. Lo tiré abajo y lo rehíce. Yo venía con toda la influencia neoyorquina, con conceptos muy avanzados. Empezaron a sacarlo en todas partes, a fotografiarlo… Luego todo fue muy seguido. Unas amigas me propusieron montar un restaurante, Bogui. Fue el primero con un concepto de lugar fashion, en el que se iba a ver a otra gente distinta. Eso me lanzó”, explica. Era julio de 1976 y en ese primer momento, cuando cambió los bancos por la decoración, su padre —“un general de caballería más tieso que un sable, pero muy culto, que pintaba muy bien”— dejó de hablarle. “Pero enseguida empecé a tener reconocimiento, y eso te envuelve y te ayuda”.
Poco a poco se fue convirtiendo en el decorador de referencia e hizo discotecas, hoteles, embajadas…, aunque niega que el suyo sea un trabajo para ricos: “No, no. Yo te puedo hacer una casa con Ikea. Perfectamente. Puede ser igual de fascinante; el ejercicio, igual de interesante, y conseguir unos resultados óptimos, dirigida por ejemplo a una pareja joven que alquila un piso. Se lo monto con cosas de containers”.
Una casa bien decorada es la que no está decorada. Debe tener alma y tiene que funcionar”
Al repasar su trayectoria, por la que acaba de recibir la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, prefiere no señalar un proyecto que le resultara más complicado. “Cada obra es una batalla distinta… La de la Embajada española de Kuala Lumpur, por ejemplo, en la que los monos entraban por las ventanas y se me colgaban de las cortinas…”, cuenta entre risas. También tuvo un contratiempo con la boda real, en 2004. Se ocupó de engalanar la ciudad, de la iluminación, las flores…, pero no contó con la lluvia torrencial. “Fue un proyecto fascinante, pero tuve los elementos en contra”. Confiesa que no previó que pudiera ocurrir. Siguen las risas: “Qué burrada. Si no me arrojé al vacío en ese momento…”.
Ahora tiene un pequeño equipo nuclear y colabora con otros “estudios satélite” que le dan, dice, “versatilidad”. Pero no puede delegar la parte creativa: “Cada proyecto que firmo es mi responsabilidad. Voy al sitio, dibujo todo y de aquí salen las ideas. Lo reviso todo y no hay un mueble que no haya pasado por mí”, explica. “Este no es un trabajo de 9.00 a 17.00”, dice, pronunciando las horas en inglés. “Te conviertes en una esponja, yo sigo aprendiendo. Adonde voy siempre hay algo que me sorprende, puede ser hasta el colorido de una puesta de sol. Obtienes datos todo el tiempo”.
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