_
_
_
_
_
Navegar al desvío
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Carta al ministro de Cultura

Manuel Rivas

Hay un algoritmo democrático, que los gobernantes no pueden ignorar, y es la formalidad del respeto al principio no confesional del Estado.

YO NO le acuso, señor ministro.

"No voy a acusarle de nada, señor ministro, pero entiendo que usted debería tener otro miramiento y ser más ecuménico"

Cuando alguien que tiene por oficio el escribir se dirige de forma crítica a quien representa el poder suele ser etiquetado como “escritor comprometido” o “intelectual”. Creo que conviene revisar esos conceptos. La idea de intelectual moderno se asocia con la figura de Émile Zola y su J’accuse…! (Yo acuso), una respuesta al antisemitismo que se adueñó de Francia con el caso Dreyfus, un militar judío condenado injustamente. El equívoco histórico está en pensar que todos los “intelectuales” actuaron como Zola, y que todos los escritores se rebelaron contra aquel abuso. Ni todos, ni la mayoría. Gran parte se sumaron a la avalancha reaccionaria e hicieron un churrasco con la fama de Zola, marcándolo con el sambenito de “anarquista de atril”. Él mismo fue condenado y tuvo que exiliarse a Londres. Los miembros de la Academia francesa arremetieron también contra él. Y el “inmortal” Brunetière vapuleaba a quienes, como Zola, tenían la osadía de “tratar de idiotas a nuestros generales, de absurdas a nuestras instituciones sociales y de malsanas a nuestras tradiciones”.

Muchos intelectuales jalearon las guerras. En Alemania, en la Primera Gran Guerra, fue célebre el ­llamado Manifiesto de los noventa y tres: “Creed que llevaremos esta guerra hasta el final como una nación civilizada”. Noam Chomsky, en ¿Quién domina el mundo?, muestra cómo se repite el patrón de premio y castigo a lo largo de la historia. Premio para los conformistas. Castigo para quienes no dicen amén.

Yo no digo amén, pero tampoco le voy a acusar de nada, Dios me libre, señor ministro.

Hay ya demasiadas acusaciones. Opiniones, críticas, disidencias y hasta coplas hip-hop que conllevan acusaciones e incluso terminan al modo Dreyfus: con gente enjaulada. Ya sabe lo que decía un personaje de Valle-Inclán en El ruedo ibérico: “Las coplas no son delitos mayores, y hay que tener otro miramiento”. Y otro que remachaba: “¡Hay que ser más ecuménico!”.

No, no voy a acusarle de nada. No porque no quiera comprometerme. Todo lo que se escribe compromete. Y lo que no se escribe. Cuando comencé a trabajar de “meritorio” en un periódico, una de las primeras tareas fue escribir el horóscopo. “Tú pon cualquier cosa”, me dijeron, “¡diviértete!”. Pero yo sudaba con los piscis, escorpios y demás. Era un compromiso jugar con la suerte de los otros. Tenía que extraer cada palabra con sacacorchos.

No voy a acusarle de nada, señor ministro, pero entiendo que usted debería tener otro miramiento y ser más ecuménico.

Usted sí que es una persona comprometida. Y un intelectual. Ha sido titular de la Cátedra Jean Monnet. Europarlamentario. Secretario de Estado para la Unión Europea. Un historial de aúpa, sin entrar en genealogía ni en pomposa redundancia. Además de ministro, es el portavoz del Gobierno de España. Representa la gobernación de un Estado que, según la Constitución, es aconfesional. Literalmente: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”.

Desde que tomaron posesión, el presidente y usted, el portavoz, subrayan que son el Gobierno de todos. Esa sería la gran diferencia entre un partido democrático y una facción política. Servir al Estado y no servirse de él para intereses particulares. Podemos pensar que eso es una ficción ingenua. Que una cosa es el Gobierno y otra quien nos gobierna. Pero hay un algoritmo democrático, que los gobernantes no pueden ignorar, y es la formalidad del respeto al principio no confesional del Estado. Que usted, ministro de Cultura, los ministros de Interior y Justicia y la ministra de Defensa aparezcan en primera línea, en función de banderines de enganche, dispensando, en una procesión en forma de marcha religiosa-militar, propia de una melancolía de Cruzada, parece algo más que un casual desafine de facción.

En el periodo democrático, la Legión ha participado en misiones humanitarias, lo que es reconocido y valorado. Otra cosa es un ceremonial donde se confunde lo sagrado y lo militar. Jesús y el cristianismo originario nada quisieron saber de “guerra santa”. En la Europa de hoy, disociar religión de la sacralización de la muerte es más necesario que nunca. Es un desafío cultural frente al fanatismo. Y usted, señor ministro, sabe de lo que hablo. Si es por tradición, el próximo año nos vemos en la silenciosa Procesión dos Caladiños de Betanzos. 

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_