Breve historia del equipaje que nadie querría perder jamás
La exposición ‘Time capsule’, en el Thyssen, aborda el legado de Louis Vuitton desde los primeros baúles del siglo XIX
Vuytaon, Vitton, Witton, Vuytton… Al principio la ortografía no se aclaraba con un apellido de heráldica simbólica proveniente del Franco Condado: “Cabeza dura”. Efectivamente, tenaz, eso era Louis Vuitton (Francia, 1821-1892), el artesano que da nombre a una de las firmas de lujo más célebres de Francia y del mundo por extensión.
Vuitton, con su cara regordeta y su bigotillo (si nos fiamos de las fotografías de época), cumplía su tarea a conciencia: debía embalar las cosas de la emperatriz Eugenia de Montijo. Joyas, perfumes, tules, tafetanes y brocados que empaquetaba con tanto rigor, mimo y gracia que se convirtió en imprescindible para la esposa de Napoleón III. Del amor al detalle, requisito insalvable de la genuina artesanía, nacía el imperio del lujo nómada. Los motivos, los de siempre: estar en el sitio adecuado en el momento preciso. El mundo cambiaba, y Francia y la revolución industrial eran el escenario idóneo para un negocio nuevo: fabricar majestuosos baúles.
La exposición Time capsule, instalada desde el próximo 17 de abril y hasta el 15 de mayo en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, aborda la historia de la casa a través de una selección de objetos y documentos rescatados de sus archivos. De los legendarios baúles del siglo XIX a las maletas inteligentes y customizadas para las cabinas de avión del XX. Desde los orígenes hasta un presente en el que Forbes valora la compañía en casi 26.000 millones de euros. 160 años de historia dedicados a lo que ellos denominan “la elegancia en movimiento”.
Vuitton abrió su primera tienda en 1854, en París. En 1890, su hijo Georges patentó un diseño de una cerradura de cinco llaves. Seis años después se presentaba la icónica lona Monogram, diseñada para evitar a los ya entonces numerosos imitadores. La cronología de la firma incluye hitos como la creación de la bolsa de viaje primigenia (1901), la creación en los años treinta de la Keepall, su bolsa de viaje más emblemática o, un siglo después, inaugurar la era de sus exitosísimas colaboraciones con artistas: Stephen Sprouse, Takashi Murakami, Yayoi Kusama o, hace apenas un año, la serie Masters, con el estadounidense Jeff Koons.
En esta línea de accesorios, el artista más irreverente y más cotizado de la actualidad estampa obras inmortales –los Nenúfares de Monet, por ejemplo– e introduce los nombres de sus creadores en letras doradas, como un logo. El amor por el kitsch del padre de Puppy, el perrito del Guggenheim, llevado al delirio.
Vuitton se permite excentricidades y a la vez las alimenta, aun sin pretenderlo. En una foto reciente de su cuenta de Instagram, Kim Kardashian mostraba una serpiente con el famoso monograma impreso en la piel del reptil. ¿Un delirio más de la reina del filtro o un simpático gesto de devoción por la marca? Según revelan sus redes sociales, la familia West-Kardashian usa hasta bolsas de basura con su logo.
En su taller de pedidos especiales, Vuitton cristaliza los deseos de su caprichosa clientela. La lista es larga y evidencia los cambios del mundo, al menos de sus habitantes más privilegiados: una biblioteca portátil de 1926, unas maletas para transportar dos bicicletas de 1957, un cesto para mascotas de los años sesenta o, más recientemente, una caja para guardar una colección de 60 relojes, una maleta para una minicadena con nombre propio –el de Sofia Coppola– o una caja diseñada para que Karl Lagerfeld viaje con sus 40 iPods y sus correspondientes accesorios.
En 1996, la lona Monogram cumplía 100 años. Para celebrar la efeméride, Vuitton ideó un audaz lavado de cara. Convocó a una lista de diseñadores contemporáneos para participar en el homenaje. Era un quién es quién de la vanguardia del momento que sigue resultando vigente hoy: Azzedine Alaïa, Romeo Gigli, Helmut Lang, Manolo Blahnik, Vivienne Westwood, Isaac Mizrahi y Sybilla. El bolso-leopardo de Alaïa, la maleta de fin de semana de Blahnik, la caja para transportar discos de vinilo de Lang o la mochila-paraguas de Sybilla son joyas que, como casi todas las piezas vintage, son de coleccionista.
Aquel fue, sin duda, un punto de inflexión en la marca. Un año después, en 1997, el neoyorquino que había retado al buen gusto con ropa grunge, Marc Jacobs, aterrizaba en París para introducir la firma, ya oficialmente, en el mundo de la moda. Fue el primero del reducido grupo de creadores de prêt-à-porter que ha pasado por allí. En hombre, el británico Kim Jones acaba de ceder el testigo a Virgil Abloh, estadounidense y nuevo rey del streetwear. El de Chicago promete aportar las gotas suficientes de rebeldía para rejuvenecer una marca a la que, en palabras de Jacobs, en el fondo todo el mundo quiere pertenecer. “No es el equipaje más práctico ni el más ligero”, dijo. “¿Por qué lo compra la gente? Porque lo reconocen. Es como Coca-Cola, Nike o Mickey Mouse. Está en la naturaleza humana. Queremos ser miembros de un club”. El club de los baúles eternos.
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