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El buen terrorista

Kit Harington (izquierda) protagoniza la serie británica 'Gunpowder'.
Kit Harington (izquierda) protagoniza la serie británica 'Gunpowder'.HBO
Martín Caparrós

La serie británica 'Gunpowder' reabre un viejo debate: ¿es lícita la violencia contra los grandes criminales de la historia?

Los trajes de época disimulan un poco; el espíritu se ve contemporáneo. Gunpowder (Pólvora) es una serie, es inglesa, es de la televisión estatal –que allí llaman, para darnos envidia, BBC– y supo sorprenderme. Para empezar, porque solo dura tres capítulos: frente a tanta retahíla pensada para agonizar durante años, una que construya desde el principio su fin se merece un respeto. Para seguir, porque el actor que la protagoniza, Kit Harington, de una vez y para siempre Jon Snow, es también descendiente del personaje que interpreta, un noble del siglo XVI: me hace sentir –migrante e hijo de migrantes–, tan reciente. Pero, sobre todo, porque en Gunpowder el malo es el Estado y los buenos son los terroristas.

Gunpowder cuenta el famoso Complot de la Pólvora, noviembre de 1605, cuando un grupo de católicos quiso volar el Parlamento de Londres, donde estarían el rey, la reina y demás cabecillas de un gobierno que perseguía a los suyos. Su intento es conocido, su fracaso también; la serie, sin embargo, se pone de su lado y te hace desear que lo consigan: es extraño.

Ningún tema público ha concentrado más esfuerzos en las últimas décadas que la construcción del enemigo terrorista. El siglo XXI empezó el 11 de septiembre de 2001, cuando unos islamistas se inventaron un arma y los Estados Unidos encontraron la mejor forma de justificar sus necesidades de control. Gracias al enemigo terrorista millones aceptaron guerras por mentiras confusas, gracias al enemigo terrrorista ya ni pensamos en subirnos a un avión sin tener que demostrar que somos inocentes, gracias al enemigo terrorista concedemos a los estados unos derechos de espionaje que no existían sin él: gracias al enemigo terrorista queremos que nos cuiden, nos controlen.

El enemigo terrorista existe, por supuesto. Pero para constituirlo en el mal absoluto hubo que simplificar un poco todo. Hubo que definir que eran malos malísimos y/o idiotas idiotísimos o fanáticos como nunca hubo, y hubo, sobre todo, que postular que todo uso político de la violencia es condenable a priori: “Matar por un ideal es un crimen”, dice, por ejemplo, Fernando Aramburu. Los absolutos son soluciones de facilidad: si algo no tiene matices no necesita ser discutido, es pura orden, orden puro. El problema es cuando alguien dice: “En ciertos casos matar por un ideal es un crimen”, porque significa que en ciertos casos matar por un ideal no termina de serlo y se puede considerar –y hay que empezar a discutir cuáles son esos casos y todo se complica. Empezar a pensar, por ejemplo, si era mejor que Hitler se quedara con Europa y siguiera masacrándola o resistir y poner bombas contra él; si era mejor, por otro ejemplo, que un rey español fuera dueño del Perú o pelear para hacer un país independiente. Entonces todo se complica: ¿quién tiene derecho a decir qué violencia es legítima y cuál no? ¿Qué fines justifican qué medios? Es un debate y, como todo debate, es un peligro.

Así que nos acostumbramos a aceptar absolutos, y los relatos se amontonan para confirmarlos y confirmarnos en nuestras convicciones sin debate, y de pronto aparece una serie donde el poder y los poderosos se presentan repugnantes –engañan, torturan, matan, descuartizan– y justifican la violencia de unos hombres piadosos, queribles, puros, tan puramente decididos a venerar con bombas al verdadero dios.

–No debería sorprenderle que esos que usted persigue se revuelvan contra usted.

Le dice un sacerdote muy católico, más bueno que Lassie, a sir Robert Cecil, ministro del rey, un señor taimado y contrahecho, hecho para que el espectador lo odie y lo desprecie. Y el ministro le promete más torturas, más muertes, y el espectador querría que esa bomba sí explotase. Después quizá se haga un par de preguntas. O no, por si las moscas.

 

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