¿Pueden los grafitis salvar el campo en Portugal?
Una alternativa al museo clásico. Un insólito proyecto en Portugal propone intervenciones artísticas en cementerios, centrales eléctricas, cuarteles y pantanos. La relación entre creadores y lugareños no es fácil, pero el arte contemporáneo ya ha llegado a las áreas rurales.
Evangelina mira con recelo y se agarra a la cachava; tampoco su vecina Cândida se fía del joven Gonçalo. Ha llegado a la aldea de Ventozelo para anunciarles que les va a pintar algo, aunque no sabe bien qué ni dónde ni cómo. Pese a las diferencias de edad, sexo y cultura, los tres se solidarizan con sus caras de póquer.
“Nunca me había visto en una parecida”, cuenta João Pinharanda. Acostumbrado a organizar exposiciones en museos, durante un año se ha dedicado a comisariar en aldeas. “Mi trayectoria profesional siempre partía de una posición elitista, de arriba abajo. Elijo al creador y el público acude a mi terreno, un museo o una galería. Aquí mi posición ha sido mucho más débil”.
El comisario habla del gran proyecto Arte Pública de la Fundación Eléctrica de Portugal (EDP) para revitalizar aldeas recónditas del país. Desde hace un año, decenas de asambleas como aquella de Ventozelo, en la perdida región de Trás-os-Montes, han reunido a vecinos y artistas para discutir acerca de qué quieren ver en las paredes grises de los cementerios, en los depósitos de agua, en esos fantasmales transformadores eléctricos a los que nadie osa acercarse por si dan calambre.
El proyecto Arte Pública de la Fundación Eléctrica de Portugal persigue la revitalización y dinamización de aldeas y regiones recónditas del país
“Desde el primer momento todo fue imprevisible”, admite Pinharanda. “Por el lado artístico busqué creadores de diferentes disciplinas que, a menudo, se repelen. Me sorprendió comprobar que entre el artista callejero y la calle no hay tanta comunicación como se supone. Llega el Ayuntamiento de turno y le encarga una obra para tal sitio y con tal presupuesto. Es arte callejero, sí, pero el vecino tiene muy poco que decir. En realidad el diálogo es entre el artista y el poder político o económico. Aquí el poder ha sido y es del vecino, el artista se somete en esas asambleas a sus preguntas y recelos”.
Cuatro asambleas vecinales aguantó Luís Managem, alias Orphão, antes de ponerse a pintar en la aldea de Ouguela. “Te dicen que esa es su tierra, que tú estás hoy pero mañana te vas, y es verdad. Has entrado en su casa”. Orphão tuvo que abandonar su estilo y sus ideas para atender las peticiones del lugar donde iba a trabajar, una vieja escuela de Ouguela, hoy mitad café, mitad local social de los cazadores. Aquí escenas de caza, allá una Virgen con su corona y todo. “Tuve cierta dificultad con la santa, que fue sufriendo alteraciones mientras la pintaba”.
De la selección de pueblos se encargó Sandra Santos: “Escogí lugares del interior con poca población o con problemas sociales, de aislamiento de colectivos”, explica. Los 35 artistas contemporáneos participantes cobran por su trabajo. “El presupuesto es pequeño, 35.000 euros para cada una de las zonas en que se divide el proyecto. Es insuficiente para pagar a los artistas —aunque ponen tarifas especiales— y para materiales y logística, pero se trata precisamente de eso, de buscar la colaboración de la comunidad donde van a trabajar. El objetivo es dinamizar el pueblo”.
Pinharanda seleccionó a Hazul para trabajar en Alfândega da Fé. El Ayuntamiento le abrió el almacén municipal para que se las apañara con lo que allí había. “Me quedé prendado con las señales de tráfico y de obras que tenían por allí. En mi trabajo acostumbro a utilizar simbologías e iconos misteriosos. La idea fue crear una nueva señalización usando soportes conocidos por todos pero con otro lenguaje”.
Los vecinos tienen capacidad de decisión sobre qué tipo de arte quieren ver en sus pueblos. Pero su implicación no acaba ahí. También alojan y alimentan a los artistas
Hazul echó mano de alumnos de la Universidad Sénior, una iniciativa creada hace cinco años en la región para activar los cuerpos y los cerebros de gente de más de 50 años, la mayoría de la población. “Después de enseñarles unas nociones básicas de uso de materiales, animé a los alumnos a dibujar, recortar y pintar los elementos escogidos. En el caso de las señales, ellos pintaron los colores base, yo trabajé sobre ellos y después las colocamos en el parque a modo de tótems urbanos”.
Cementerios y centrales de transformación eléctrica son de esos lugares a los que pocos se acercan por su propio pie. En Assentiz, además, están juntos. A los artistas Samina y Alecrim les tocó, por mandato asambleario, dar vida a un rincón maldito. “Un cementerio no nos trae buenos recuerdos”, cuenta Samina, “pero puede ser un lugar de encuentro”. Con esa filosofía, pintó en blanco y negro —sus colores preferidos— un gran rostro surcado de arrugas y con los ojos cerrados. “Buscaba una expresión de meditación, ambigua y espiritual”. Alecrim completó el mural con motivos geométricos, los sentidos de la vida que recorren varias paredes.
De aldea en aldea se va creando un mapa artístico del país, alternativo o complementario a las rutas museísticas y monumentales. Antes de 2020 se habrá completado el proyecto de EDP en 40 municipios, de norte a sur: un montón de creaciones dando identidad a muros anónimos de cementerios, escuelas, mercados, transformadores eléctricos que dejan de ser urinarios y vertederos nocturnos para convertirse en lugares con nombre y orgullo de pueblo.
Hay lienzos del tamaño de montañas, de pantanos. EDP pretende que el arte remiende las brechas abiertas en la naturaleza para construir pantanos. Pedro Cabrita Reis gastó 2.700 litros de pintura amarilla en 13.000 metros cuadrados de la presa de Bemposta. A 160 metros de profundidad, Calapez ha dado color a una sala de turbinas. En las laderas del río Sabor cuelgan gigantescos espejos de Pedro Croft y el arquitecto Souto de Moura disfraza el cemento de la Foz Tua, en la ribera del Duero, para que siga siendo patrimonio de la humanidad.
Donde antes se apartaba la vista, ahora llegan los curiosos con sus cámaras fotográficas. Miguel Carvalho, comandante de los bomberos de Campo Maior, bromea con el nuevo trabajo que le ha salido: enseñar a los visitantes el mejor lugar para apreciar su cuartelillo. André Calado lo ha pintado de rojo con una gran figura negra, la de un contrabandista —el pueblo linda con España— que gana relieves tridimensionales cuando se abren y cierran las ventanas de los bomberos. “Intenté conciliar mi estilo gráfico con las historias que fui recogiendo en las asambleas”, cuenta Calado, alias Nada. Al artista no se le olvida que uno de los vecinos que más seguía la obra era Rui Nabeiro, el magnate de los cafés Camello y Delta, que contrabandeó durante la posguerra española. Su contrabandista también emerge entre la maraña de flores rojas del depósito de agua que ha pintado Luís Silveirinha.
Si los vecinos de Campo Maior querían recordar su famosa fiesta de las flores, en Mexilhoeira Grande, al sur del país, la asamblea se dividía sobre sus símbolos musicales: la guitarra de fado o el acordeón. En medio de la gresca alguien apuntó que vivían junto al mar, y que si algo podía unir a todos era el marisco.
Desde el andamio, David Padure veía el mar. Su obra conceptual y sobria de colores no era para aquel lugar soleado, ni del gusto de la asamblea vecinal, así que el artista se decidió por el formato cómic pintando un gran langostino azul. En otro transformador eléctrico, rodeado de secarral, tuvo saudades de un helado de cucurucho de sabor a cactus.
La estudiante Ana Sousa, día sí, día no, esperaba al autobús en un refugio gris y húmedo de la ruta de Assentiz. Una mañana llegó a la parada y había un pajarito amarillo de papel maché y una niña mirando las estrellas de colores pintadas en el techo, y en la ahora verde pared colgaba un cajón con libros.
En las paradas de Ribeira de São João, un niño se sumerge en el mar azul y una mujer cuelga ropa bajo un sol ya anaranjado. Son obras de la brasileña Priscilla Ballarin. Residente en Lisboa desde hace un año, es la mitad del dúo Desejos Urbanos. Su compañera, Eliza Feire, sigue en São Paulo. A distancia, dibujaron y pintaron poesías visuales en cuatro paradas de otros tantos concejos de la Vila da Marmeleira. “¿Qué mejor ruta de arte público que la de las paradas de autobús que usa la comunidad?”, pregunta.
La artista brasileña también se las vio con los vecinos. “Les gustaba la idea que les presenté, pero no los lugares porque decían que en dos días iban a ser destrozados. Yo intentaba transmitirles que eso formaba parte del arte público, y ellos insistían en que era un trabajo en balde; al final los convencí”.
Pero la implicación de los vecinos no acaba con las asambleas. De ellos depende el sustento de los artistas, su hospedaje y la ayuda en la logística de herramientas y materiales. “Si era la hora de la merienda”, recuerda Ballarin, “una señora me traía un pastel; si estaba limpiando, otra vecina me prestaba su fregona. Un niño se quedó conmigo toda la tarde mirando y haciéndome preguntas sobre lo que hacía y si había que estudiar para ser artista”, recuerda.
En ese ambicioso proyecto de pintar Portugal, los artistas ejercen solo de pioneros, pues por cada una de sus obras se promueven otras de los vecinos. Han sido, además de artistas, educadores. “Durante mi estancia”, explica Nada, “impartí un cursillo de pintura con spray a jóvenes de un barrio marginal de Campo Maior. Fue muy motivador. Es importante traer nuevos lenguajes y abrir horizontes en estos lugares”.
“La experiencia fue positiva en un 50%”, reconoce Orphão tras sus tiranteces con la Virgen de Ouguela. “Tuve que dar mi brazo a torcer, pero al final la conexión que se siente con los vecinos en este tipo de experiencias artísticas es mucho más importante que un retrato. Recuerdo que un día, mientras pintaba, se acercó una mujer a rezar ante la Virgen y luego se me acercó y me dio las gracias”.
Aunque siempre se dice que los museos pertenecen al pueblo, es difícil visualizar esa pertenencia en edificios cerrados y vigilados. Todo lo contrario a la cercanía del arte callejero. “Creo que con el tiempo”, explica Hazul, “se va a crear una afinidad de los vecinos con todas las obras que fueron creadas”.
Las reacciones en los proyectos desarrollados hasta el momento han sido inesperadas. “He quedado sorprendido por el resultado”, resume el comisario Pinharanda, “no por el artístico, sino por el diálogo creado entre los artistas, y entre estos y el vecindario”. Hace unos meses, Priscilla Ballarin regresó a sus paradas en Marmeleira: “Me quedé KO. Estaban intactas”. Los propios vecinos decidieron, en vísperas de sus fiestas patronales, proteger de posibles gamberros lo que, para ellos, ya no son simples paradas de autobús, sino sus obras de arte.
“El arte es del pueblo, se queda en el pueblo”, asegura la organizadora Sandra Santos. “Cuanto más se han involucrado los vecinos en los proyectos, mejor se han conservado las obras. Ellos mismos quieren ser los guías de estas nuevas rutas artísticas de Portugal”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.