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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Los ojos más verdes del mundo

Almudena Grandes

Sus gestos, su mirada, sus actitudes y su fidelidad pueden llevarnos a una reflexión inesperada: parece mentira que se pueda querer tanto a un animal.

Mi gato se ha hecho viejo.

Se acerca a mí con pasos cautelosos, me mira desde abajo con esos ojos suyos de un tono verde intenso y un brillo líquido, precioso, inalcanzable para los ojos humanos, y espero a que salte para acomodarse en mi regazo, pero ya no lo hace. Siempre ha sido muy suyo, muy inteligente, más independiente todavía, pero le conozco bien, vivimos juntos desde hace 13 años, y sé que cuando se acerca así, cuando me mira así, es porque quiere mimos. Está esperando a que lo convoque, me digo, y hago todo lo que sé, lo llamo por su nombre, me doy palmaditas en las piernas, acerco mi cabeza a la suya, pero no salta, ya no. Entonces me arriesgo. Nunca le ha gustado que lo coja, porque él también me conoce bien.

Todas las noches jugamos un rato al escondite. Se me cuela en el dormitorio, me sigue hasta el baño, espera a que abra el grifo para beber agua del lavabo, y lo acaricio un rato. Le rasco debajo de las mandíbulas, como a él le gusta, le veo cerrar los ojos, asisto a la sutil ceremonia de sus ronroneos. Se supone que tenemos un pacto, y que después de eso, se dejará coger para que lo eche del dormitorio, pero casi siempre se me escabulle antes de que lo consiga. Conoce muy bien mi ritmo, mis rutinas. Sabe que después de comer, cuando me tumbo a leer, le dejo entrar, trepar hasta la cama, subírseme encima y acomodarse hasta pegar su cabeza a la mía. Me lame la cara un rato, hasta llevarse el último rastro de la crema que me he puesto por la mañana, y luego se adormece. Muchos días nos quedamos dormidos a la vez, aunque yo siempre me despierto antes porque me dejo las gafas puestas y el dedo índice dentro del libro, a modo de marcapáginas, para asegurarme de no dormir más de cinco minutos. Así, luego puedo seguir leyendo con él encima, mientras escucho su respiración acompasada, hasta que me levanto y a veces me acompaña, otras no. Eso es lo que intenta reproducir por las noches, después de esconderse para evitar su expulsión, nada fácil de consumar, por otra parte.

Pero por las mañanas no corre ningún riesgo, y lo sabe. Todos los días le dejo estar un rato conmigo. En cuanto me siento delante del ordenador, se acerca, me mira y salta. Algunas mañanas se conforma conmigo. Otras se siente más ambicioso y aparta el teclado del ordenador con una pata para subirse a la mesa. Antes de que logre sacar el teclado de debajo de su barriga, la pantalla se llena de letras amontonadas al azar y suena un pitido. Las teclas se quejan del cuerpo de mi gato, pero él no se inmuta. Al rato, cuando intento cogerlo, salta solo, en un gesto de imperial soberanía, como diciéndome que si no le quiero allí, ya se va él por su propia voluntad. Eso ha pasado siempre, mañana tras mañana, desde hace 13 años, pero hoy la secuencia falla, se malogra desde el inicio porque se queda parado, en el suelo, mirándome, y no se mueve.

¿Qué te pasa?, le pregunto, como si pudiera contestarme. ¿Quieres subir?, le ofrezco, y sigue mirándome. En ese momento se me ocurre que a lo mejor está esperando a que lo coja. Y me arriesgo. Le tiendo los brazos y no huye. Lo cojo en brazos y hace exactamente lo mismo que todas las mañanas, excepto saltar, porque tiene 13 años, porque está cansado, porque prefiere que el esfuerzo lo haga yo. Caigo en la cuenta de que, desde hace unos meses, lo veo menos que antes.

Ya no recorre la casa como si la inspeccionara a fondo. Se tira las horas muertas tumbado, sin moverse, y ni siquiera baja a curiosear quién ha venido de visita. Antes, los extraños le inspiraban mucha curiosidad. Ahora, quizás porque mis hijos mayores ya no viven en casa, sólo se asoma cuando vienen ellos. Padece el síndrome del nido vacío mucho más intensamente que yo, porque las camas de ambos han pasado a ser sus lugares favoritos, y cuando los ve, se frota contra sus piernas con una energía casi juvenil que contrasta con la parsimoniosa lentitud que le hace cada día más elegante.

Parece mentira que se pueda querer tanto a un animal, pero si la medida del amor es el miedo a perder al ser amado, de un tiempo a esta parte quiero a mi gato más que nunca. Sé que nunca volverán a existir unos ojos más verdes que los suyos.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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