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Tribuna
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Escaramuzas y guerras comerciales

La decisión de Trump de imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio acabará por subir la inflación y los tipos de interés. No es consciente del malestar que causaría a sus ciudadanos el inicio de represalias de otras áreas económicas

Emilio Ontiveros
NICOLÁS AZNAREZ

El primer año de Donald Trump como presidente de EE UU apenas confirmó los temores que razonablemente transmitían sus propuestas electorales. La denuncia del Acuerdo Transpacífico, la revisión en profundidad del NAFTA o el cuestionamiento de las actuaciones de la Organización Mundial de Comercio (OMC), eran interpretados como amagos con una limitada capacidad intimidatoria. Una cosa es la retórica electoral y otra bien distinta la acción política, nos confortaban los más experimentados en el juego decisional de la Casa Blanca. Con el inicio de su segundo año, las cosas han cambiado y se empiezan a concretar algunas de las amenazas sobre la estabilidad global.

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A la decisión de imponer aranceles sobre la importación de lavadoras y paneles solares le ha sucedido la más sorprendente de hacerlo sobre las importaciones de acero y de aluminio, con cargas del 25% y 10%, respectivamente, “con el fin de preservar la seguridad nacional”. Desoyendo las advertencias sobre las consecuencias de una decisión tal, el presidente de la principal economía del mundo la ha adornado con un anuncio en su cuenta de Twitter el pasado viernes que ya se ha hecho acreedor de algo más que una nota a pie de página en los manuales de economía y relaciones internacionales: “Las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”.

Un enunciado que, además de ignorar la historia, puede desencadenar consecuencias adversas tanto en EE UU como en el conjunto de la comunidad internacional. Ha pasado por alto la experiencia de la Gran Depresión, su acentuación tras la imposición de aranceles por la Smoot-Hawley Tariff Act, cuyos costes internos y las represalias de otros países provocó el colapso de la economía mundial. Pero tampoco ha prestado atención a quienes, incluso dentro de su equipo de asesores, han advertido de los mayores costes que supondran para las empresas y consumidores estadounidenses esos nuevos aranceles indiscriminados. Se han impuesto las posiciones más radicales de su Secretario de Comercio Wilbur Ross y el asesor en temas comerciales Peter Navarro, obsesionado con la competencia china.

El ataque al libre comercio se hace para proteger empresas poco competitivas

Con ese empeño por reducir el déficit comercial de su país mediante la imposición de trabas al comercio, Donald Trump desconoce que influir en la estructura y composición de los flujos de comercio ya no depende únicamente de aranceles mayores o menores. Que las cadenas de producción de las propias empresas estadounidenses se han fragmentado a lo largo y ancho de la geografía global, como lo ha hecho la producción y comercialización de bienes intermedios.

El primer impacto de lo que acaba de decidir no puede ser otro que una elevación de costes en aquellos sectores importadores de acero y aluminio, desde el automóvil al de infraestructuras, pasando por los productores de material de defensa. Las pérdidas de empleo en las empresas que utilizan esos bienes en sus procesos de producción pueden ser superiores a los empleos supuestamente protegidos mediante la penalización de las importaciones. Y, en todo caso, el encarecimiento de estas últimas traerá consigo elevaciones de la inflación, a las que seguirán ascensos en los tipos de interés que dañarán aquellos sectores más sensibles a los costes de financiación, como el de la construcción. La persistencia de tipos de interés más elevados que en las economías avanzadas puede acarrear apreciaciones del dólar y un debilitamiento adicional de las exportaciones. No es de extrañar que la reacción de los mercados financieros haya sido de un nuevo desplome de cotizaciones, no solo de aquellas empresas más intensivas en el consumo de las importaciones penalizadas.

El presidente de EE UU no parece consciente del daño al bienestar de sus ciudadanos que tendría el inicio de represalias comerciales por parte de las principales potencias, consecuentes con esa declaración de guerra. Es un hecho que la superproducción china de acero ha llevado los precios a la baja, incluso por debajo de sus costes, lo que ha provocado acciones de otros países productores, la UE incluida, imponiendo aranceles en determinadas modalidades de aceros provenientes de ese país. Pero no es menos cierto que la inesperada decisión de Trump, el carácter unilateral de la misma y la extensión de esta a todos los exportadores a EE UU, le confiere una agresividad sin precedentes. En realidad, el principal suministrador de acero no es China, que ocupa el décimo lugar con apenas el 2,5% de las ventas a EE UU, sino Canadá. Poco ha importado que este país, suscriptor hace 24 años del NAFTA, se encuentre en plena negociación de la revisión del acuerdo, junto a otro cualificado exportador, México.

Las empresas que usan los productos gravados perderán más empleo que el protegido con el arancel

Ha hecho bien la Unión Europea en reaccionar de forma diligente. Primero, calificando el episodio como una flagrante intervención para proteger la industria nacional, sin justificación alguna en esa invocada seguridad nacional. El presidente Juncker se ha mostrado firme anunciando reacciones en la defensa de los intereses europeos, que en este caso coinciden con los del conjunto del sistema de comercio internacional. Aportando una respuesta adecuada a la situación de sobrecapacidad en esos dos sectores al afirmar que la única vía de tratamiento del problema ha de ser mediante acuerdos con los países generadores del problema, en lugar de esa acción unilateral de EE UU.

Por eso, lo correcto es que más allá de esas advertencias de penalizar las importaciones de pantalones Levi's, el whisky Bourbon o las motocicletas Harley Davidson, la Comisión Europea insista en propuestas compatibles con las normas de la OMC con el fin de compensar la situación creada unilateralmente por la administración Trump, cuyos daños van más allá del eventual descenso de las exportaciones europeas de acero y aluminio a EE UU.

Es probable que esa inesperada decisión de Trump sea solo una escaramuza: no tanto la reacción a los problemas comerciales como a la necesidad de distraer la atención sobre asuntos políticos más domésticos. Es verdad, como reconoce Dani Rodrik en la introducción a su último libro, Straight talk on trade, que en EE UU nunca fue muy popular el régimen de comercio global, ni los acuerdos regionales. Pero ahora es desde la propia administración donde se alimenta esa actitud contra el libre comercio y la confrontación con las instituciones multilaterales. No se hace precisamente con el fin de preservar el empleo o de paliar las desigualdades que ha generado la propia dinámica de globalización, sino para proteger empresas poco competitivas. Y con ello debilitar el predicamento de ese país y exponer el mundo a una confrontación sin más precedentes que los asociados a la Gran Depresión.

Emilio Ontiveros es presidente de Afi.

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