Los socialistas y la escuela catalana
La crítica a la inmersión lingüística insiste en la anomalía de tener un sistema monolingüe en una sociedad con dos lenguas oficiales. El monolingüismo no fue el modelo del catalanismo de izquierdas, sino el resultado de la hegemonía nacionalista
A la vista de la defensa cerrada que hacen los socialistas catalanes de la llamada inmersión, que se reafirma cada vez que estalla alguna polémica, se puede concluir que el mayor éxito del nacionalismo es haberles hecho creer que ellos son los inventores del monolingüismo escolar. Es habitual escuchar a los dirigentes del PSC poniendo en valor tal cosa y a los nacionalistas afirmar que ese modelo nació con un gran consenso. Pero se trata de una tergiversación fruto de la desmemoria y la falta de rigor en el debate. El actual modelo de inmersión no es el que se diseñó en la década de los ochenta. Frente a la idea inicial que proponía Jordi Pujol de institucionalizar un sistema de segregación escolar, en catalán y en castellano separadamente, el PSC y el PSUC consensuaron con los otros grupos del Parlament un modelo unificado. En la primera ley de normalización lingüística (1983) se impuso la no separación por lengua, es decir, se adoptó un sistema de conjunción con ambos idiomas como instrumento de aprendizaje (bilingüismo), incluyéndose el derecho del niño a recibir la primera enseñanza en lengua materna y la obligación de la Administración de hacerlo efectivo. Nada que ver con lo que sucede en la actualidad. No se puede invocar el nombre de la pedagoga socialista Marta Mata, que tuvo un papel destacado en la elaboración de esa ley, para apuntalar la escuela solo en catalán en toda la etapa educativa obligatoria.
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La inmersión llegó por otros caminos. El origen se sitúa en una primera experiencia piloto a mediados de los años ochenta en Santa Coloma de Gramenet, justificada en un entorno abrumadoramente castellanohablante, cuando todavía el catalán estaba en una situación de enorme fragilidad en cuanto a su uso social. Poco a poco el modelo empezó a extenderse en la década siguiente a través de los llamados “decretos de inmersión” de la Generalitat. Hasta 1998 no hubo una segunda ley de normalización, en la que se introdujo por primera vez el concepto de lengua “vehicular” para el catalán, aunque se mantuvo el derecho a recibir la primera enseñanza en lengua materna y la garantía de una presencia adecuada de ambos idiomas en los planes de estudio.
Fue en 2009, con la primera ley de educación catalana, impulsada por el conseller socialista Ernest Maragall (que después se pasó al secesionismo), y aprobada con el apoyo de ERC y CiU, donde esas garantías para el castellano desaparecieron. Esa ley fue el resultado del subidón nacionalista del Estatuto de 2006, que mereció en la cuestión escolar la corrección del TC (2010) en el sentido que el castellano no podía de ser excluido como lengua vehicular. Los redactores de la ley educativa sabían que estaban forzando la constitucionalidad y optaron por indicar que el catalán tendría “normalmente” la condición de vehicular, en lugar de “exclusivamente” (como se pretendía en un primer momento). Poco importa, sabían que gracias a la apuesta por el monolingüismo en los proyectos educativos de los centros públicos y concertados el castellano quedaría igualmente arrinconado a la asignatura de lengua. Antes del procés, el nacionalismo ya utilizaba la astucia para lograr sus fines.
Los defensores de la escuela solo en catalán olvidan que tiene un alto porcentaje de fracaso
Que las cosas hayan discurrido así no evita que los dirigentes socialistas asuman afirmaciones sin fundamento como cuando la Generalitat sostiene que el nivel de castellano de los alumnos catalanes es igual o mejor que en el conjunto de España y que eso está avalado por pruebas objetivas. Solo se puede esgrimir una única evaluación coordinada en 2010 por el Ministerio de Educación a partir de una muestra de 50 centros educativos por cada comunidad autónoma para 4º de ESO y 2º de Bachillerato. Según ese estudio, los jóvenes catalanes se situarían en la media española en competencia lingüística. Pero es una muestra muy pequeña y algo antigua. Tampoco sirven los resultados del informe PISA, que se realiza solo en catalán, y que los políticos nacionalistas citan como argumento para avalar la inmersión.
Ahora bien, tampoco se puede afirmar lo contrario porque, sencillamente, no hay datos fiables (el examen de la selectividad es diferente en cada autonomía). No obstante, hay evidencias de que los jóvenes que viven en entornos monolingües de familias catalanohablantes fuera del área metropolitana no se expresan bien en castellano, tienen un dominio pobre de las estructuras gramaticales y del registro culto. El propio Maragall en su etapa de responsable de educación llegó a referirse al “nen d’Olot” como prototipo del niño catalanohablante que necesitaría más horas de castellano. Creer que con unas pocas horas de lengua y sin ninguna asignatura en castellano todos los jóvenes catalanes lo dominan perfectamente es pensamiento mágico.
Al margen del debate sobre el nivel de castellano, la crítica a la inmersión incide sobre todo en la anomalía que supone tener un sistema monolingüe en una sociedad con dos lenguas oficiales, y cuestiona que tenga que ser una fórmula inamovible, como si la realidad sociolingüística fuera homogénea en toda Cataluña y nada hubiera cambiado después de cuatro décadas de normalización del catalán. A ello se añade la hipocresía de las élites políticas que llevan a sus hijos a escuelas trilingües mientras predican otra cosa.
Los socialistas no podrán articular una identidad federal sin apostar por el bilingüismo en Cataluña
La crítica a la inmersión cuestiona el poderoso sintagma construido por el mundo educativo nacionalista de “escola catalana” en lengua (solo en catalán) y contenidos (diseñados para reforzar la identidad nacional) como algo intocable y que se defiende como un dechado de virtudes para toda la comunidad (éxito, cohesión, convivencia), obviando que hay un alto porcentaje de fracaso y abandono escolar. Los acontecimientos sociopolíticos de la etapa final del procés han puesto de manifiesto que existe además un problema con la instrumentalización que de la escuela hace el separatismo en sintonía con una parte significativa del profesorado.
Sorprende que los dirigentes del PSC, que en privado reconocen muchas de estas críticas, no se atrevan a salir del embrujo de la inmersión y olviden que la escuela monolingüe no fue jamás el modelo del catalanismo de izquierdas sino el resultado de la hegemonía nacionalista hasta hoy. Pudo haber sido útil años atrás en algunas zonas metropolitanas, pero es muy cuestionable desde el punto de vista de los derechos lingüísticos de la mitad de la población y desdeña el carácter afectivo que también tendría que tener la escuela hacia la otra lengua de los catalanes. Además, es ilegal, como lo prueban las resoluciones judiciales que establecen la obligación de un mínimo del 25% en castellano. Finalmente, para los socialistas será imposible articular una identidad federal que pueda combatir al independentismo emocional a largo plazo sin una apuesta coherente por el bilingüismo en Cataluña junto a un mayor reconocimiento de la realidad plurilingüe en el conjunto de España.
Joaquim Coll es historiador.
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