Por qué las actividades placenteras pueden llegar a crear dependencia
Existen hábitos de conducta aparentemente inofensivos que, en determinadas circunstancias, pueden convertirse en adictivos
Cualquier inclinación desmedida hacia alguna actividad puede desembocar en una adicción, exista o no una sustancia química de por medio. De hecho, existen hábitos de conducta aparentemente inofensivos (las redes sociales, el sexo, las compras, el ejercicio físico, el juego de apuestas, entre otros) que, en determinadas circunstancias, pueden convertirse en adictivos. Lo que separa una afición de una adicción es que de conductas normales se pueden hacer usos anormales si la frecuencia o cantidad de tiempo/dinero invertidos condicionan negativamente las relaciones personales, laborales o de salud de la persona afectada. Por ello, la adicción viene definida no tanto por la clase de conducta sino por el tipo de relación que la persona establece con ella.
No se trata, como es obvio, de considerar patológicas las conductas habituales en la vida cotidiana. Una adicción se caracteriza por la interferencia negativa grave en el día a día de la persona y por la dependencia psicológica de esta respecto al objeto de su adicción. Así, el sujeto manifiesta un deseo irrefrenable de llevar a cabo la conducta, sus pensamientos giran monotemáticamente en torno a ella, experimenta cambios bruscos del estado de ánimo si se le ponen obstáculos y muestra una pérdida de control, con una necesidad de dosis crecientes para conseguir el mismo grado de excitación. Es decir, es ya incapaz de autorregularse a pesar de las consecuencias negativas de todo tipo que le acarrea. El adicto se deja llevar por los beneficios de la gratificación inmediata sin prestar atención a los perjuicios posteriores.
No se puede hacer un listado de las conductas potencialmente adictivas. Son, en realidad, las actividades placenteras las que pueden llegar a crear dependencia. Los mecanismos psicofisiológicos que subyacen al placer inducen a los seres vivos a reiterar en conductas gratificantes. El circuito del placer recorre un conjunto de estructuras cerebrales en torno al sistema límbico, en donde se liberan unas sustancias químicas (las endorfinas y la dopamina especialmente) cuando se siente placer, que son como la sal de la vida. Se trataba inicialmente de los refuerzos naturales de las conductas de supervivencia, como comer o practicar el sexo, necesarias para el mantenimiento de la persona y la continuidad de la especie. Pero la dopamina puede aumentar también cuando surgen conductas placenteras vividas normalmente (un beso, el sonido de la música o la lectura de un libro, el disfrute de una conversación con los amigos, la contemplación de una puesta de sol o una victoria en una competición deportiva) o anómalamente (el subidón de una raya de cocaína, el sexo compulsivo o el enganche a una red social).
Todas las conductas adictivas están reguladas inicialmente por su aspecto placentero, pero terminan por ser controladas por el alivio de la tensión emocional. Es decir, una persona normal puede tomar una copa con los amigos, conectarse a las redes sociales o ir de compras por el disfrute de la conducta en sí misma; una persona adicta, por el contrario, lo hace compulsivamente buscando el alivio del malestar emocional (aburrimiento, soledad, ira o nerviosismo), pensando constantemente en ello e invirtiendo una considerable cantidad de tiempo que detrae de sus actividades habituales.
Lo que separa una afición de una adicción es que de conductas normales se pueden hacer usos anormales si la frecuencia o cantidad de tiempo/dinero invertidos condicionan negativamente las relaciones personales, laborales o de salud de la persona afectada
Como ocurre en las adicciones químicas, las personas adictas a una determinada conducta experimentan un síndrome de abstinencia cuando no pueden llevarla a cabo, que se traduce en un profundo malestar emocional (estado de ánimo disfórico, insomnio, irritabilidad o inquietud psicomotriz).
El ser humano necesita alcanzar un nivel de satisfacción global en la vida cotidiana. Normalmente, este se obtiene repartido en diversas actividades: el trabajo, los amigos, la pareja o familia o el ocio. Sin embargo, cuando la persona se siente contrariada en estas facetas, entonces puede centrar toda su atención en una sola, lo que la predispone a la adicción. El resultado final es que a la persona afectada se le estrecha el campo de la conciencia y pierde interés por lo que le rodea y por lo que anteriormente le resultaba gratificante, a excepción del objeto de su adicción, con una afectación negativa en su desempeño profesional y en sus relaciones personales y familiares. La adicción se convierte así en una afición patológica que resta libertad al ser humano al restringir la amplitud de sus intereses.
Por último, y al igual que ocurre con las drogas tradicionales, es difícil que un adicto se reconozca como tal por el reproche social existente en torno a la adicción. Por lo general, es un suceso negativo –fracaso escolar, trastornos de conducta, mentiras reiteradas, aislamiento social, problemas económicos, presión familiar- el que le hace tomar conciencia de su problema.
Enrique Echeburúa es catedrático de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y académico de Jakiunde.
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