Abuelas africanas o ‘las dobles madres’
El sida borró del continente a una generación entera y dejó más de doce millones de huérfanos. Sol Alonso, de la Fundaçao Encontro, sabe quiénes cuidan de ellos
Aguardan a que llegue la visita, apostadas en la puerta de esas construcciones básicas donde se supone que caben dos o tres, pero viven seis o siete. Las miro atentamente y me pregunto: ¿de qué pasta están hechas? Cancerberas taciturnas, pero amables. Todas las abuelas que he conocido en mis dos etapas de voluntariado en Mozambique tienen en común la postura serena y una fuerza que, hasta las más corpulentas, sacan de una realidad colmada de flaquezas. Las abuelas africanas son auténticas dobles madres, el armazón de esa estructura social tan arraigada en el África subsahariana que es la familia extendida. El VIH-Sida tachó del continente a una generación entera, dejando más de 12 millones de huérfanos, de los que un 60% viven con sus abuelas. Pero hay otros casos. Niños abandonados o hijos de padres vivos para quienes engendrar puede ser traer al mundo, pero no dar una vida.
Elena, Penina, Isabel… Ellas no están al tanto de si su infortunio engorda una estadística; bastante tienen con llevar la contabilidad de las ausencias normalizadas por la reiteración. Ninguna aparenta la edad que manifiesta, si es que recuerdan el año en que han nacido. A veces, rebuscan en carpetas desgastadas hasta encontrar un carné que enseguida nos enseñan para que certifiquemos su estancia en este mundo. A algunas se les murió el marido, otras lo perdieron de vista, de un día para otro y sin un ciao. De los yernos tampoco saben mucho. Puede que se esfumaran, o que solo pasaran por allí, lo que explica que en Mozambique no se estile la manida discordia entre suegras y yernos.
Elena Estefane, de 50 años, vive con sus tres hijos y una nieta preciosa que se llama Waine, cuya madre lleva dos años entre rejas acusada de robar en el trabajo. Es viuda. Su marido trabajaba en Sudáfrica cuando algún envidioso le sometió a infalibles conjuros de magia negra que le bloquearon el cuerpo hasta morir. En Mozambique aún se acepta la posibilidad de que los hechizos sean letales. Las tarifas de los brujos sanadores están por las nubes y poco puede hacer la ciencia ante el poder del ocultismo. “Eso no se cura en los hospitales”, nos dice rotunda Elena. “Lo que más quiero es que Waine reciba una educación para que no termine como su madre”.
Ninguna aparenta la edad que manifiesta, si es que recuerdan el año en que han nacido
Carlos, un travieso chiquillo de cinco años, vive con Penina, de 57, su abuela materna. Sentada en una estera, Penina trocea esta mañana unas verduras que tratará de convertir en sopa. Allí viven dos menores, cinco adultos y ningún sueldo fijo; ella trabaja en el campo cuando puede, y su marido es vigilante ocasional. La madre de Carlos sufre problemas mentales. Preguntamos si hay diagnóstico y la abuela, muy determinista, solo explica: “Nunca la vio un médico porque ya nació así”. Carlos no falta al colegio un solo día.
El caso de Isabel desmonta el mito de la madrastra desalmada. Conoció a su actual marido cuando le acababan de extirpar el útero y el hombre tenía una niña, Elsa, hoy de 30 años, que hizo posible la imposibilidad de ser primero madre y luego abuela de dos niñas, Virginia y Albertina, sus grandísimos amores. Los padres de las pequeñas son seropositivos; ellas están sanas. Elsa lleva tres meses con tuberculosis y el papá, en tiempos avezado carpintero que mandó su vida al diablo por culpa del alcohol, jamás acude a visitarlas. Con semejante panorama, Isabel tomó las riendas. “Las quiero a las tres como si fueran de mi sangre. ¿Quién las va a cuidar mejor que yo?”.
Estas cinco criaturas forman parte del Programa COVs (niños huérfanos o en estado de máxima vulnerabilidad), un proyecto de la Fundaçao Encontro que garantiza sanidad, escuela y alimentación a 297 niños, huérfanos o no, en grave riesgo de exclusión social, gracias a un grupo de financiadores, todos ellos españoles. Incluyen bebés, que permanecen en la sala de cunas, nivel preescolar y enseñanza primaria. Todos tienen garantizada la comida, el uniforme, libros, material escolar y refuerzo en los deberes si es preciso. El coste viene a ser de unos 30 euros mensuales por cada niño. La asistencia alcanza a las aldeas de Massaca, Mahanhane, Mahelane y Changalane.
Sol Alonso es voluntaria en Comunicación para Casa do Gaiato y Fundaçao Encontro en Maputo, Mozambique.
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