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Columna
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El dilema catalán

El secesionismo se encuentra atrapado en una encrucijada donde no es fácil decidir

Manifestación de apoyo al expresident catalán Carles Puigdemont frente al Parlamento de Cataluña en Barcelona, el pasado 30 de enero.Vídeo: Getty / ATLAS
Enrique Gil Calvo

Como en El día de la marmota, asistimos a otro nuevo round del duelo que enfrenta a las dos mitades del soberanismo catalán: el partido burgués hoy okupado por el séquito del expresident y el partido menestral con su líder en prisión. Un duelo de vetos cruzados ahora encallado en la suspendida investidura de un candidato imposible. Pero en ese juego de espejos, los papeles han cambiado. Si en el pasado octubre Puigdemont coqueteó con el pacto mientras Esquerra exigía declarar la DUI, hoy ocurre al revés, pues ahora es el expresidentquien se ha echado al monte mientras sus rivales reclaman una investidura “real y efectiva”. Un intercambio de papeles que parece resultado de aplicar la ley, pues los toros no se ven igual desde el palco de Bruselas que desde el callejón de Estremera. Pero hay algo más.

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El secesionismo se encuentra atrapado en una encrucijada donde no es fácil decidir. El dilema se da entre dos estrategias opuestas, a las que podemos llamar realismo versus radicalismo. Los realistas son pragmáticos dispuestos a sacrificar ciertos principios con tal de superar el 155 y volver a ejercer con normalidad el poder. Mientras que los radicales defienden a ultranza los principios fundamentales de su causa, aplicando el cuanto peor, mejor. Es el insoluble dilema weberiano entre la ética de las consecuencias y la ética de la convicción.

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Los observadores externos preferimos el realismo porque la vuelta a la normalidad y al imperio de la ley es beneficiosa para el interés general. De ahí que los radicales nos parezcan fanáticos irracionales que se dejan arrastrar a la perdición por las pasiones que les ciegan. Pero ninguna ala del soberanismo defiende el interés general, ya que solo buscan imponerse en la lucha por el poder. Y en ese campo de juego no está claro que la estrategia pragmática sea más beneficiosa para el soberanismo que la radical. Desde que el PNV se normalizó, tras el fracaso del plan Ibarretxe, el independentismo vasco ha descendido a mínimos. Y en Cataluña podría pasar igual.

El relato realista sostiene que para ampliar la mayoría electoral superando al unionismo es preciso recuperar antes el poder por medios legales para poder gobernar con normalidad. Y este argumento racional resultaría verosímil si no fuera porque la contienda electoral no se ventila con razones sino con emociones. El racionalismo pragmático nunca ha sido eficaz para ganar elecciones, lo que sólo se logra movilizando el entusiasmo de los ciudadanos. Y aquí es donde cobra sentido el planteamiento radical, pues para mantener y ampliar el apoyo electoral hay que elevar la tensión y extremar la polarización. Puede que para gobernar haya que normalizarse, pero para ganar elecciones hay que radicalizarse. La moraleja de este dilema es pesimista, pues conduce a pensar que el actual realismo de que hace gala ERC frente a Puigdemont no es más que una maniobra táctica, pues en cuanto ejerzan el poder retornarán otra vez a su estrategia unilateral. Así estaremos de nuevo ante el día de la marmota aplicado al ilegal procés.

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