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CARTA BLANCA
Columna
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Qué fue de aquel niño

Un amanecer lo vio adentrarse solo en el bosque. Buscaba algo que todavía no ha encontrado. Pero su amistad, dice el autor, es más fuerte que la mente.

MI QUERIDO, mi queridísimo amigo: Te conozco desde la infancia y somos amigos desde entonces.

Un día hicimos una excursión familiar al campo en autocaravana. Pernoctamos en uno de esos lugares apartados de la sierra que, supongo, solo parecen aislados, remotos y misteriosos para quienes estamos más habituados a la ciudad. Cuando amaneció, tú, mi querido amigo —tendrías 13 o 14 años—, me dijiste que querías adentrarte en el bosque a solas durante un tiempo. Quise acompañarte pero insististe en la soledad. Me dijiste entonces algo extraño: necesitabas hacerlo para encontrarte con lo que quiera que fuese que te estuviera aguardando allí y jamás encontrarías si no estabas completamente solo. Me pareció sorprendente, porque hasta entonces habíamos ido juntos a casi todas partes como buenos amigos, pero a la vez me gustó. Era una bella idea, pensé. Querías entrar “en comunión con la naturaleza”, pensé, aunque tú no empleaste esos términos. De modo que lo acepté y te vi partir.

Te hiciste cada vez más pequeño en mi mirada, querido amigo, como si el tiempo empezara a ir hacia atrás. Como si yo me hubiese despedido de un adolescente pero fuese un niño quien, al fin, desapareciera del todo en el horizonte. Allí te fuiste, amigo mío, hacia tu bosque.

Poco tiempo después tu familia te llevó al médico. No dormías bien, no podías concentrarte en los estudios. Te mostrabas continuamente serio, casi triste. De niño sonreías mucho y jugabas con otros niños, pero habías dejado atrás esas amistades y te habías encerrado en ti mismo sin hablar con nadie. Te volviste como una estatua erigida en tu honor. El semblante tan puro de intenciones que parecía haber sido moldeado durante tu sueño. Te diagnosticaron un problema mental, de esa clase de problemas que se resisten a ser llamados del todo enfermedades y tampoco quieren adaptarse a lo que llamamos “salud”.

Decir que ya nunca fuiste el mismo es absurdo. Porque, dime, ¿quién sigue siendo el mismo conforme pasa el tiempo? Pero también sería absurdo —y tú lo comprendes— no reconocer que ese problema te hizo cambiar. Cambiar por completo, como esos niños que, antaño se creía, las hadas robaban dejando en su lugar a otro.

Esta carta, mi querido, mi queridísimo amigo, es para decirte que sigo siendo tu amigo, no importa cuanto hayas cambiado. Esta carta es para decirte que nuestra amistad es más fuerte que tu mente o la mía. Sin embargo, también quiero recordar en esta carta ese momento, años antes de tu diagnóstico, en que te vi marcharte solo por el bosque y te hiciste pequeño antes de desaparecer.

A veces —solo a veces— pienso que aún sigues allí. De hecho creo que una parte de ti sigue en ese bosque, conociendo lo que fuiste a conocer, enfrentándote a aquello que debías enfrentarte a solas. Sueño en ocasiones con que un día regreses, enaltecido, y que, en ese preciso momento en que te vea acercarte desde la linde del bosque, el tiempo irá hacia delante de nuevo y volverás a ser el adolescente y el hombre adulto en que prometía convertirse aquel niño vivaz. Regresarás y te veré de nuevo crecer ante mis ojos y sonreír.

Pero esto es solo un sueño. Lo real es que seguimos —y seguiremos— siendo amigos, no lo olvides. Mi querido, mi queridísimo amigo.

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