Aunque existen avances en el plano legal, en la práctica, las mujeres siguen teniendo menos tierra, y con menor seguridad jurídica, que los hombres. En América Latina, la región del mundo donde la tierra está peor repartida, las mujeres se enfrentan además a barreras culturales, sociales e institucionales, cimentadas en una cultura profundamente patriarcal. Urge adoptar medidas eficaces para combatir esta discriminación, pues sólo asegurando derechos efectivos para las mujeres, entre ellos el derecho a la tierra, será posible avanzar en la construcción de sociedades rurales más justas, igualitarias y prósperas.
Simeona tenía doce años y nada que perder cuando partió hacia la última frontera del Paraguay junto a sus hermanos y decenas de familias campesinas. Allí donde vivían, en Caaguazú, las estancias ganaderas se habían apropiado de todo. A ellos no les quedaba otra opción que ir a tomar la tierra con sus propias manos. Durante cuatro años, Simeona resistió junto a los hombres en un precario asentamiento apenas protegidos con plásticos y bajo la amenaza de constantes desalojos. Finalmente, cuando el Estado repartió los lotes, ella no recibió nada. Solo había tierra para los hombres.
Con un hijo a quien alimentar, Simeona no se rindió. Durante años hizo oír su voz en asambleas; se enfrentó a funcionarios que la ignoraban o trataban de abusar sexualmente de ella; participó en nuevas ocupaciones de fincas; y por fin logró su objetivo, pasando a la historia como la primera mujer del Paraguay en recibir un título de propiedad de tierra a su nombre.
La tierra, cada vez en menos manos
Desde que Simeona recibió su tierra, hace ya 50 años, la concentración de la tierra en América Latina no ha hecho más que aumentar, ensanchando la brecha entre pequeños y grandes propietarios. La desigualdad es cada vez mayor, aun cuando se han en marcha ambiciosas políticas de reforma agraria que pretendieron democratizar el acceso a la tierra.
Como denuncia Oxfam en su informe Desterrados, en la región más desigual del mundo, la concentración en la propiedad de la tierra alcanza niveles intolerables. El 1% de las fincas de mayor tamaño ha acaparado más de la mitad de la superficie productiva de la región. En otras palabras, el 1% de esos enormes latifundios ocupa más territorio que el 99% de las propiedades rurales restantes.
Colombia se sitúa a la cabeza en desigualdad. Allí, 700 latifundios se reparten la mitad de la tierra del país. Paraguay es otro caso alarmante, donde más del 40% de la tierra productiva se concentra en 600 propiedades, muchas de ellas adquiridas de forma ilegal.
Esta tendencia a la concentración se ha acelerado al imponerse el extractivismo como modelo económico dominante. Un sistema que expulsa diariamente a familias y comunidades campesinas e indígenas para dar paso al monocultivo, a la minería o a las represas hidroeléctricas. Un sistema que concentra aún más la riqueza y el poder, a la vez que deteriora el medio ambiente y agrava los conflictos, la violencia y la represión estatal o para estatal.
Las personas más empobrecidas, los pueblos indígenas y las mujeres son los más vulnerables ya que carecen de poder y sus derechos están más desprotegidos. Una desigualdad basada en el género hace que las mujeres tengan todavía menos tierra, de peor calidad y con menor seguridad jurídica que los hombres.
Una brecha de género que se amplía en el área rural
Sin tierra propia, las mujeres tienen mucha menos autonomía económica. No sólo porque es el principal activo económico para las personas rurales, sino porque además sirve como garantía para pedir un crédito y suele exigirse para recibir asistencia productiva como semillas, herramientas o capacitación.
La tenencia de la tierra también condiciona otras dimensiones de la igualdad, como la autonomía en la toma de decisiones y la vulnerabilidad a la violencia. Un estudio realizado en Nicaragua encontró que las mujeres con tierra propia tienen menos probabilidad de ser maltratadas por sus parejas, ya que tienen más capacidad de sustentarse por sí mismas.
Pero no solo son las mujeres las que sufren esta discriminación: excluirlas del acceso a la tierra supone un freno a la lucha contra la pobreza y el hambre. La FAO estima que si las mujeres tuvieran mayor control sobre los recursos productivos sería posible reducir el número de personas que sufren hambre en el mundo entre un 12% y un 17%. No sólo se produciría más, sino mejor. Porque ellas se preocupan de la salud familiar y son portadoras de saberes tradicionales sobre cuestiones tan importantes como la conservación de variedades locales de semillas.
Por éste y otros motivos, los Objetivos para el Desarrollo Sostenible han incluido en su objetivo 5 la meta de alcanzar la igualdad de género en el acceso y el control de la tierra y de otros bienes, los servicios financieros, la herencia y los recursos naturales.
Existen avances pero muy insuficientes
El logro de Simeona, gracias a su lucha y su compromiso, no se ha generalizado. Hoy ella sigue siendo la única mujer con tierra propia en el asentamiento campesino donde vive. Tampoco fue suficiente para superar todas las barreras en el acceso a servicios o al mercado.
Naciones Unidas ha recordado a los Estados su obligación de proteger y hacer respetar el derecho de las mujeres rurales a la tierra y a los recursos naturales. Para ello los exhorta a derribar obstáculos como la discriminación en las leyes, su aplicación ineficaz y las actitudes y prácticas culturales discriminatorias.
Muchas de las leyes que discriminaban a la mujer en la tenencia de la tierra se han ido reformando. En Paraguay, por ejemplo, hasta 1992, año en que fue revisado el Código de Familia, las mujeres casadas no tenían derecho de propiedad al considerar al hombre como “jefe de familia” y único titular legal. Pero las normas escritas son más fáciles de cambiar que las no escritas. Y entre la igualdad formal de derechos, reconocida en las leyes, y la igualdad real se alza un muro de barreras culturales, sociales e institucionales.
El principal factor de exclusión, y probablemente el más difícil de combatir, sigue siendo la falta de reconocimiento de las mujeres rurales como productoras, como sujetos políticos y como actores económicos clave. Pese a sostener las economías rurales con su trabajo, las labores que realizan se ven como una extensión del trabajo doméstico. El Código del Trabajo en Guatemala, por ejemplo, considera el trabajo agrícola desempeñado por mujeres y niños complementario al que realiza el “trabajador campesino jefe de familia”.
Bajo esta mirada no sorprende que las estadísticas de empleo excluyan a millones de mujeres que producen para el autoconsumo o trabajan en las explotaciones familiares, pese a dedicar diariamente hasta 16 horas a labores tanto dentro como fuera del hogar. La Organización Internacional del Trabajo ha advertido sobre la gravedad de este problema en su informe sobre empleo rural.
Reformas agrarias donde el género se vuelve invisible
Las mujeres se han beneficiado muy poco de las políticas de distribución de tierras. Un estudio sobre los procesos de reforma agraria en América Latina concluyó que apenas llegan al 12% de la población atendida. Los Estados de la región asumieron que las familias se beneficiarían en su conjunto con el acceso a la tierra si ésta se entregaba al “jefe de familia”. Pero descuidaron algo esencial: no sólo importa que la familia ejerza su derecho a la tierra, también importa quién ejerce ese derecho dentro del hogar.
Es cierto que han habido avances en algunos países. Nicaragua fue un país pionero al reconocer en su Ley de Reforma Agraria de 1981 a las mujeres como beneficiarias directas de la adjudicación de tierras, independientemente de su posición de parentesco. Pero las medidas de inclusión lamentablemente han llegado demasiado tarde, cuando apenas quedaban muy pocas tierras por distribuir. En Paraguay, desde 2002, las mujeres cabeza de familia tienen prioridad en la distribución de tierras. Sin embargo, según documentan Oxfam y ONU Mujeres en su reciente informe, han recibido fundamentalmente pequeñas parcelas para viviendas.
Violencia contra las defensoras del derecho a la tierra
Las mujeres que defienden el territorio se exponen a formas particulares de violencia, y a menudo sufren estigmatización y hostilidad en sus propias comunidades. Como advierte Oxfam en su informe sobre la violencia y represión contra defensores y defensoras, las agresiones han aumentado en América Latina, de forma especialmente preocupante contra las mujeres, debido a la combinación de una cultura patriarcal con un modelo económico que fomenta la desigualdad extrema.
Honduras, el país más peligroso del mundo para defender la naturaleza según la organización Global Witness, ha recibido varias sentencias condenatorias por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En este país, el incremento de proyectos extractivistas ha agravado la violencia y la criminalización contra las mujeres defensoras, como demostró el asesinato de Berta Cáceres en 2016.
La Asamblea General de las Naciones Unidas ha expresado su preocupación por la discriminación y violencia estructurales a que se enfrentan las mujeres defensoras de derechos humanos, y ha pedido a los Estados que garanticen su protección. Pero, como ha advertido también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la mayoría de los crímenes siguen quedando impunes en América Latina.
No sabemos cuánta tierra está en manos de mujeres
En realidad no conocemos la dimensión de la brecha de género en el acceso a la tierra, ya que no existen suficientes estadísticas, y las que hay no están actualizadas o no miden lo mismo.
De acuerdo con la FAO, en América Latina y el Caribe apenas el 18% de las explotaciones agrícolas están manejadas por mujeres. Pero esto no necesariamente significa que ellas sean sus propietarias, ya que en muchos casos se trata de tierras alquiladas o prestadas.
La Red Centroamericana de Mujeres Rurales, Indígenas y Campesinas aporta datos aún peores. Según sus estudios, las mujeres poseen el 12% de la tierra en Honduras; en El Salvador sólo el 13% de los títulos de propiedad están a su nombre, trabajan el 15% de la tierra productiva en Guatemala (aunque no siempre les pertenece), y en Nicaragua se ocupan solo del 23% de las explotaciones agrícolas, que son además las más pequeñas.
La FAO ha hecho un esfuerzo por reunir la información disponible en su base de datos sobre género y derecho a la tierra. Pero el más importante de los cuatro indicadores (el porcentaje de la superficie agrícola que poseen las mujeres) no contiene información para ningún país latinoamericano.
Redistribuir y reconocer
La desigualdad en torno a la tierra tiene muchas caras: el despojo y la desprotección de los territorios colectivos; los incentivos a la creación de latifundios (como las zonas especiales de desarrollo agrícola y políticas fiscales que favorecen la inversión a gran escala); la laxitud en la regulación ambiental; el desigual reparto de los beneficios extraídos de los recursos naturales; el desmantelamiento del apoyo a la agricultura familiar o la violencia impune contra defensores y defensoras son sólo algunas de ellas.
Todas estas expresiones de la desigualdad tienen que ver con la concentración del poder. Un poder político al servicio de las élites económicas, que desatiende el interés general y su obligación de proteger los derechos de todos.
Reconocer a las mujeres rurales como productoras, como ciudadanas con plenos derechos y como sujetos políticos con libertad de decisión y de participación
Es urgente situar la lucha contra todas las caras de la desigualdad en el centro de las políticas públicas. Hay que frenar la acumulación de la tierra, la riqueza y el poder en cada vez menos manos y combatir la exclusión, especialmente de las mujeres. Los Estados deben emprender políticas redistributivas que aseguren los derechos de todas las personas y comunidades que dependen de la tierra, sobre todo las más vulnerables como las mujeres, los jóvenes, las poblaciones indígenas y afrolatinas. Solamente así, éstas podrán desarrollar medios de vida dignos y contribuir a un crecimiento económico inclusivo y sostenible.
Cualquier política redistributiva debe incorporar a las mujeres de forma real, no sólo en la formalidad de la ley, adoptando medidas eficaces para protegerlas de la violencia y del desplazamiento, derribando las barreras, a menudo invisibles, pero profundamente cimentadas en la cultura patriarcal, que les impiden ejercer su derecho a la tierra.
Un primer paso es reconocer a las mujeres rurales como productoras, como ciudadanas con plenos derechos y como sujetos políticos con libertad de decisión y de participación. Hacer visible su contribución al desarrollo, a las economías locales y al bienestar de sus comunidades y familias.
También es necesario derribar las barreras que discriminan a las mujeres dentro de las propias organizaciones rurales. Cooperativas, asociaciones campesinas e indígenas deben dejar de ser espacios dominados por hombres y garantizar una participación igualitaria.
Que las mujeres ejerzan plenamente su derecho a la tierra es una condición imprescindible para avanzar hacia sociedades rurales más justas, igualitarias y prósperas.
Stephanie Burgos es asesora de políticas en Oxfam.
Arantxa Guereña es ingeniera agrónoma e investigadora independiente.
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