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Columna
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La solución política funciona

Algo ha cambiado entre los independentistas. Se confirman las funciones pedagógicas de la ley

El nuevo presidente del Parlament, Roger Torrent, en el Pleno para la constitución de la XII legislatura del Parlament de Cataluña, el pasado 17 de enero.
El nuevo presidente del Parlament, Roger Torrent, en el Pleno para la constitución de la XII legislatura del Parlament de Cataluña, el pasado 17 de enero. Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

Cuando el nacionalismo empezó a traficar con el lema “ante un problema político se imponen soluciones políticas”, me sorprendió. La politización, para el nacionalismo, siempre había operado como agravio. Recuerden cómo desacreditaban a quienes criticaron las políticas de normalización lingüísticas: “Hacen política con la lengua”.

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La vieja descalificación de la política era tramposa. El debate de la lengua era un asunto inmediatamente político porque los nacionalistas lo politizaron. Desde su propio nombre: política de normalización. Tres palabras para dos incoherencias. Si la política lingüística, como su nombre indica, era política, no cabía defenderla y a la vez descalificar a otros “por politizar”. Condenaban lo que ejercían. Por otra parte, la voluntad de “normalizar” merodeaba la contradicción: lo normal no necesita ser normalizado; y si necesita ser normalizado, es que no es normal. Lo normal era el bilingüismo, eso que combatía la normalización. El desprecio a la política se remató con otro despropósito pseudocientífico: la política lingüística era cosa de los lingüistas. Con el mismo criterio, la integración racial debería quedar en manos de los dermatólogos. La descalificación de la política era un modo de evitar el debate, de descalificar la crítica política.

De pronto la política pasó de estigma a conjuro. “No hay que judicializar los problemas políticos”, se adujo para saltarse la ley. Como si un violador dijera: “No debemos judicializar el sexo”. Se pedían “respuestas políticas a un problema político”. Naturalmente, se evitaba perfilar el problema. Y, cuando se pretendía hacerlo, se incurría en circularidad: el problema consiste en que muchos catalanes creen que hay un problema. Ni mu sobre el contenido de la creencia. Un silencio que no era inocente, porque no era seguro que todos pensaran en lo mismo cuando hablaban de problema. Yo también creo que hay un problema: el nacionalismo. O dos: la aceptación general del relato nacionalista del problema.

La política, en su mejor versión, es el territorio de los argumentos. El que se quería evitar primero con la acusación de “politizar la lengua” y también cuando se saltaron la ley. El debate requiere acotar el problema y aceptar las reglas del juego deliberativo, esas que, mal que bien, quedan destiladas en la Constitución. Hasta ahora los nacionalistas no parecen estar ni por una cosa ni por otra. Sus problemas son un blanco móvil, huidizo. Como se nutre del agravio, si no existen, los crea. No es retórica. Los documentos incautados confirman que presentaban leyes a sabiendas de su inconstitucionalidad con la única intención de que fueran rechazadas y generar mal rollo. Y sobre lo segundo, sobre el respeto a las reglas, ahí está la hemeroteca.

Algo ha cambiado últimamente. La ley parece haber persuadido a los independentistas de la importancia de los procedimientos, de que sin respeto a las reglas no hay debate racional. “Todo ha de ser de acuerdo con la Constitución”, dice Cuixart. Se confirman las funciones pedagógicas de la ley. Sin ir más lejos, nos recuerda que los chantajes no son argumentos. El cumplimiento de la ley era la solución política. Y funciona.

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