La decapitación de Puigdemont
El carnaval gaditano no se sustenta en el análisis razonado de la realidad, sino que parte de ella para llegar a una distorsión humorística
En las redes sociales, donde cada cual aporta su solución instantánea a los problemas del mundo, hay quienes están pidiendo la cabeza de los chirigoteros gaditanos que han simulado la decapitación de Puigdemont. Bien. Una decapitación real no tiene ninguna gracia. Una decapitación cómica puede tener gracia o no –y la que nos ocupa tiene más bien poca–, pero en ningún caso implica un deseo verdadero de decapitar a nadie.
Como no haría falta decir, el carnaval gaditano –que, aparte de sus aspectos escenográficos, es de esencia verbal– no se sustenta en el análisis razonado de la realidad, sino que parte de ella para llegar a una distorsión humorística de la realidad. Esa distorsión deriva a menudo en lo grotesco y en la sal gorda, a veces en lo chusco e incluso en la cursilería, pero es que hablamos de una fiesta de raíz popular que refleja razonamientos y sentimientos populares y no reflexiones propias de politólogos de oficio, a pesar de que hay agrupaciones –sobre todo las callejeras, que no acuden al concurso oficial- de asombrosa finura y perspicacia. Por lo demás, quienes aspiran en Cádiz a un cargo público están hechos a la idea de que en el lote va el trance de ser parodiados, escarnecidos y ridiculizados -con razón o sin ella- en las fechas de carnaval, obligados además a encajar con una sonrisa más o menos forzada cuanto quieran achacarles, ya que los carnavales vienen a ser un paréntesis fantasioso: nada es del todo lo que es y todo se queda, al cabo, en nada. En broma efímera, por hiriente que resulte. En serpentina volandera. En confeti. Si los políticos gaditanos decidieran denunciar a las agrupaciones carnavalescas por sus mofas, habría que inaugurar en el juzgado de allí una Sala de lo Carnavalesco. -Y un detalle curioso: el actual alcalde de Cádiz, de Podemos, es comparsista, aunque ahora en excedencia forzosa... por incompatibilidad: poder y contrapoder.
Desde el levantamiento de la prohibición de los carnavales gaditanos, que las autoridades franquistas transformaron en unas reglamentadas “fiestas típicas”, las agrupaciones han pasado revista severa –muy severa- a la familia real, al gremio político, al clero, a los banqueros y a cuanto se les haya ocurrido y antojado. (También hemos oído, por raro que parezca, una defensa de la independencia catalana). En general, la denuncia es menos iconoclasta que reivindicativa: la expresión de un descontento profundo a través de una formulación entre burlona y senequista, pues el carnaval no aspira a ofrecer soluciones, sino escenificaciones.
El hecho de que algunos se sientan ofendidos por una representación burlesca no deja de ser el ejercicio de un derecho emocional, sin duda extrapolado, pero también una ligera desorientación intelectual: la confusión entre lo real y lo fingido, entre el disparate bufo y el sentido común. Porque el carnaval es el tiempo de las libertades irracionales, no de la razón. De modo que tal vez no merezca la pena adelantar la Cuaresma, que, entre cosa y cosa, viene a durar el resto del año.
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