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MIRADOR
Columna
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Hacer ver

Los artistas venían a recordarle al resto de ciudadanos que su escaparate les concede el poder de visualización de los problemas morales de la sociedad

Frances McDormand en un fotograma de la película "Three Billboards Outside Ebbing, Missouri". En vídeo, el tráiler de la película.
David Trueba

No es raro que una película tan tosca como Tres anuncios en las afueras haya conquistado los Globos de Oro y se encamine con fuerza hacia los Oscar. Su trazo de personajes a brochazo limpio confirma que la sutileza está perdiendo la apuesta frente al subrayado. Pero quizá por todo ello esta película conecta con la atmósfera que vive Hollywood hoy, donde se ha impuesto una mirada de superioridad frente a los distintos. El triunfo de alguien de tan dudosa cordura como Donald Trump ha servido para desvelar la incapacidad de sus oponentes. Los más perezosos se han abonado a la fácil descalificación de esa nutrida amalgama de votantes que vieron en la garrulez, el aislamiento orgulloso y la xenofobia de su líder rasgos de autenticidad. Si tu país depende del voto de esa gente no conviene despreciarlos de manera fácil, sino tratar de corregir su deriva con argumentos y dirigir los esfuerzos a reforzar el sistema educativo y la dimensión mediática en la que florecen.

Durante la gala de los Globos de Oro, pese a estar de acuerdo con sus posturas y apreciar la necesidad de enfrentarse al sexismo rampante, no dejaba de percibirse esa rara superioridad. Los artistas venían a recordarle al resto de ciudadanos que su escaparate les concede el poder de visualización de los problemas morales de la sociedad. Y ahí es donde radica parte del error, porque el escaparate se limita a las poses, más que acción es estampa. En lugar de predicar para acólitos, quizá los protagonistas de Hollywood lo que deberían es usar su poder para cambiar las dinámicas sexistas de su negocio y frenar la cosificación femenina que bendicen 364 días al año y condenan en una jornada de puertas abiertas. Igual que deberían reducir la sobreexplotación industrial de la violencia y dejar de exprimir la rentabilidad de la incultura para hacer ver valores más suculentos que la superficialidad del físico, el poder del éxito y la potencia atlética. No empezaríamos pues por exigir cambiar a los demás, sino cambiarnos a nosotros mismos.

Jamás se ha corregido a un racista por llamarle racista. Puede que sea un apreciable esfuerzo de catalogación, pero si lo que pretendes es extraerle de la enorme masa tan acogedora formada por agresivos victimistas autoindulgentes e irracionales, no le empujes a ella. Uno no puede atajar los problemas de una sociedad diciéndole a los otros yo soy mejor que tú, sino con el esfuerzo por demostrar las ventajas de sostener otra actitud, la enorme rentabilidad de aprender a convivir en igualdad. El exhibicionismo de la virtud es la primera dentellada del defecto.

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