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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Volver al gimnasio es peor, incluso, que la Navidad

Los excesos de las fiestas se expían en el alienante templo posmoderno de la vigorexia

Un joven hace ejercicio en un gimnasio callejero en el Parque Central de Tres Cantos (Madrid).
Un joven hace ejercicio en un gimnasio callejero en el Parque Central de Tres Cantos (Madrid).Kike Para

La monitora que me asignaron hace unos días en el gimnasio exageraba una especie de acento soviético para recrearse en su propio sadismo. Recriminaba los excesos navideños arrastrando las erres. Presumía de la esbeltez vigoréxica de un androide. Y era consciente de la sumisión de los clientes, cuya resignación en las bicicletas de spinning los convertía en remeros de una embarcación esclavista.

Ya decía Angelica Liddell en una estremecedora pieza teatral que el gimnasio es la casa de la fuerza. Una manera de referirse al templo del esfuerzo físico como anestesia, rutina y alienación. Cuenta ella misma que buscó entre las paredes de un gimnasio el antídoto al desgarro de una traumática relación sentimental. Extenuarse físicamente le procuraba la sensación o la ilusión de prevenirse del vacío espiritual, afectivo. Sudar y sangrar, como si las mancuernas sustituyeran al venerado cilicio.

El gimnasio ha adquirido en nuestras sociedades la connotación del placebo de una religión. Provista de liturgias y de oraciones en común. Rodeada de espejos para avergonzar o totemizar la persecución de la propia imagen.

Porque no son las máquinas los aparatos fundamentales de los gimnasios. Son los espejos. Para el narcisismo exacerbado de unos. Y para la depresión de otros. Especialmente en estas fechas de vergüenza y de tormento con que el reflejo nos rechaza.

Dicen los nutricionistas que llegamos a coger tres, cuatro kilos en Navidad. Una especie de lastre físico y psicológico que ejerce toda su pesadumbre cuando reaparecemos en el gimnasio con los músculos contracturados. Y lo hacemos provisto des música, de tablets, de novelas folletinescas, de alternativas al aburrimiento que incorpora el gimnasio en su monotonía metálica.

Hay que procurar ir a deshora. Cuando no hay gente. Cuando está cerrado, incluso. Prevenirse de los espasmos obscenos de los culturistas. De la galería de los tatuados, que parecen paramilitares serbios. Del tráfico ilegal de anabolizantes. De la música ambiental, en su percusión bacaladera. Y prevenirse del peligro que supone eliminar en un día la grasa contraída en diez años.

No, la báscula no miente. Se la puede tratar de engañar pisándola como si fueras una bailarina ingrávida. Pero no te engañes. Has cogido peso. Va a ser muy difícil soltarlo. Y sabes que volver al gimnasio cuesta mucho el primer día, pero no digamos los siguientes.

Capitulad, no pasa nada. El gimnasio es un lugar de enajenación, un delirio sadomasoquista, una secta exhibicionista, una galería de deprimidos, un espacio siniestro que oculta el elixir de la eterna juventud y que restriega, a estas edades, la ridícula ambición del cuerpo perfecto.

¿Por qué nos infliges tanto dolor cuando no nos has dado la fuerza para soportarlo?, se pregunta el santo Job abrumado por la arbitrariedad del cielo. Quizá sea una frivolidad extrapolar la inquietud metafísica a las máquinas del gimnasio, pero reencontrarse con ellas sobrentiende que se ha producido una conspiración. Se dirían que están trucadas. No hay manera de hacerlas ceder. Ni de domarlas. Y amenazan con sepultarte.

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