Por las revueltas de Angélica Liddell
La casa de la fuerza, montaje para siete actrices, forzudo, violonchelista y mariachis, es un tour de resistencia sobre la soledad, el desamor y los asesinatos de Ciudad Juárez. La actriz pasó el verano en México y afirma: "Allí te sientes pegado a la tierra y vives con otra intensidad, pero a costa de una pobreza y de una violencia generalizadas, o quizá gracias a eso"
Angélica Liddell ha hecho de su angustia un oficio. Su teatro, descarnado y colérico, traduce poéticamente la incomodidad del hombre en la silla a la que se amolda, del pie con la bota que lo protege y de la mano con el origen último del dinero que gana. Su escritura es de un solo aliento. Sus interpretaciones tienen pegada: a veces dan en el blanco, y otras, a alguno que pasaba distraídamente por allí. Su apellido cierto es González. El de guerra evoca los mórbidos retratos de Alice Liddell, la niña que inspiró a Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas. A Angélica González (Figueres, Girona, 1966) se le ha ido pegando la piel de Angélica Liddell, y viceversa. Para hablar de La casa de la fuerza, el montaje para siete actrices, forzudo, violonchelista y orquesta de mariachis que representa hoy en el teatro de la Laboral, en Gijón, y en noviembre en el Festival de Otoño de Madrid y en el Centro Párraga de Murcia, concertamos una caminata de sol a sol por el Guadarrama.
"Trabajamos al fallo, como los atletas cuando hacen pesas hasta que están a punto de reventar"
Greta quiere suicidarse, el título de su primera obra, premio Ciudad de Alcorcón, es sintomático. "Era malísima, pero todavía hoy sigo hablando del suicidio, quizá porque no me atrevo a quitarme la vida. Cuando la escribí vivía en Móstoles y gastaba tres horas diarias en ir y volver de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma", dice en el autobús, camino de Segovia, ciudad donde desayunamos acodados. "Soy muy de barra". La mermelada de la tostada le recuerda los bocatas mojados en vino y azúcar que su madre le daba en Santibáñez el Bajo (Cáceres): "Para fortalecerme. Es extremeña: desde que yo era chiquitita volvíamos allí todos los años, hasta que murieron mis abuelos. Los adoraba. Todo lo aprendí viéndoles arar, pisar la uva, meter las manos en el fuego sin quemarse: eran sabios analfabetos. En cuanto hacían había una sencillez reveladora, una relación directa con las cosas que no he vuelto a experimentar. Fue aquélla una época de claridad y asombro. Todo tenía sentido: vivíamos de la cosecha, de la matanza, de la leche de las cabras, con las que me llevaba fatal: cuando una se queda mirándote así, de lado, acaba corneándote sin piedad. Pero también era una vida áspera, toda trabajo, y el analfabetismo, un modo de mantener pobre a la población".
Pero la emigración a la ciudad, le digo, provocó una aculturación masiva. "Cultura y educación están desvinculadas. Mira mis cinco años en Psicología: tiempo perdido. Hay una cultura aventada por los grandes medios y los grandes capitales, que están creando una sociedad a su medida, alienada, masificada y apática: un mercado. Se invierte mucho en homogeneizar las conductas. Por eso reivindico al individuo, al capitán Ahab frente a las opiniones generales. Cuando hablo de mi despecho en La casa de la fuerza no es por narcisismo, sino para acabar hablando de las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez: la sensibilidad va siempre de lo personal a lo colectivo".
Otro autobús nos espera. Al recogerse el pelo, a Angélica Liddell se le achina el rostro. "¿Con este pedazo de nariz? Cuando actuamos en Japón, todo el mundo se señalaba la suya, y me hacían fotos". Dejemos su físico, pues, y hablemos del alma. "Me quedé sola hace un año y es como si me hubieran decapitado: sin amor me cuesta darle sentido a las cosas. Vuelco mi pena en este espectáculo, que viene a ser un duelo a muerte entre soledad y resistencia. A mis actrices les digo: 'Cada vez que alzamos una cerveza, estamos levantando nuestras vidas; cada vez que tomamos la palabra, estamos haciendo pesas; con cada frase, alzamos cien kilos'. Trabajamos al fallo, como los atletas cuando hacen pesas hasta que están a punto de reventar. En escena, trabajar al fallo significa trabajar sin pudor. La casa de la fuerza es una larga carrera de desamor, con elegía final".
"Busqué la felicidad", concluye, "sin imaginar que estaban preparándome el infierno". Hemos llegado. Bajamos del bus, atravesamos las últimas casas del pueblo y cogemos monte arriba, por un carril. A nuestra derecha colean caballos. "Mi abuelo tenía mulas: la mora y la chica. Un día le pusimos mal la albarda a una, nos tiró a todos los chavales y echó a correr". Como se ha pasado el verano en México, representando Yo no soy bonita, a Angélica se le agolpan el recuerdo de los peregrinos caminando de rodillas, de las capillas de la Virgen metidas en los escenarios... "Allí te sientes más pegado a la tierra y vives con otra intensidad, pero a costa de una pobreza y de una violencia generalizadas, o quizá gracias a eso. Aquí, en cambio, vivimos sin pasiones ni excesos, llevamos una vida calculada. Tanta estabilidad produce afectos mediocres. Mi psiquiatra me dice: 'No te avergüences de pedir lo mejor: amor, eternidad y belleza'. Nos hemos acostumbrado a lo ínfimo, a escoger siempre el camino fácil". Pues luego tomaremos a campo traviesa.
"¡Qué maravilla!", exclama contemplando el valle y el caserío, allá abajo. Burla burlando, hemos salvado 500 metros de desnivel. La veo en forma. "Paso cuatro horas al día musculándome, desde hace un año. Entonces detestaba los gimnasios. Ahora me encantan". También le gusta la lucha libre mexicana: "En un combate se atizaban con tubos fluorescentes hasta hacerse sangre". En su blog aparece junto a un coloso enmascarado, a quien confundo con Juan Carlos Heredia, El Porrúo, campeón español de strongman, que actúa en La casa de la fuerza. "Sus bíceps tienen el perímetro de mi cintura. Es capaz de levantar 300 kilos boca arriba. Cuando lo vi, me dije: 'Lo quiero para mí'. Las actrices quieren que las coja en brazos en escena: 'Nadie ha vuelto a hacerlo desde que éramos niñas', se quejan".
"Aquí nunca sube nadie, ¿verdad?", pregunta cuando llegamos a lo alto del cerro. "Eso me impresiona: cuando veo un sitio sin rastro de presencia humana, el misterio se hace más evidente. El hombre destruye el misterio". Sentados bajo un pino albar, saco el pan, la longaniza, la fruta y el queso. Sobre las cimas del otro lado del valle se ciernen nubarrones negros. Ruge, contenida y lejana, la tormenta. "Ese sonido es indescifrable, y asusta. La naturaleza nos hace mortales e insignificantes. Podemos coger ramas para fingir que el bosque avanza hacia el castillo, como en Macbeth, pero nunca estaremos a la altura de un bosque. Es apabullante esta belleza. Cuando estoy acompañada, siento que no puede pasarme nada malo. Igual delante de un cuadro: 'Nada puede pasarme mientras lo veo', pienso: 'Tiziano me protege".
"Todavía tengo las uñas negras de los ensayos. ¡Figúrate que en Gijón el carbón es ucranio! Amontonamos 1.500 kilos a paladas en el centro del escenario". En el cuaderno de dirección de Angélica figura cuanto hizo desde octubre del año pasado: "Un paseo, un viaje, todo lo he ido incorporando a La casa de la fuerza: el trabajo le ha dado sentido a mi vida y ha transformado el dolor en otra cosa, espero que bella. Chéjov me ha ayudado: 'Hay que trabajar', repite Irina en Tres hermanas porque siente que la vida se le pasa, como a Olga, la mayor, que jamás irá Moscú, porque Moscú no existe. Cuando grita: 'Vamos a Moscú', está diciendo en realidad: 'Nunca escaparemos del tedio".
En Anfaegtelse, Angélica Liddell se daba cortes en las piernas y dejaba manar su sangre. "Es una elección estética, como escoger un traje de época. Te enseño algo", dice, mientras se arremanga los pantalones: "Son del estreno. Quiero evocar la imagen del Cristo de Grünewald. Me los hago desde el más puro clasicismo". Tiene cuatro cortes horizontales en cada pierna, rojo intenso, unidos verticalmente por una línea amarilla ancha, de yodo. Parecen pinturas de guerra sioux, pero así, de cerca, me impresiona más una vena azul que corre por medio. "La sangre tiene una potencia estética brutal. Es preciosa: la utilizo pictóricamente. Para revelar lo interno, empiezo por la superficie. Hago lo privado público. Cuando eliges la fuerza, la sangre y la autoconfesión, en el fondo estás hablando de tu fragilidad. Usar la cuchilla es ponerte en pie de guerra, y exponerse uno mismo es exponer al otro, desnudarlo. Ésa es mi intención: luego, todo depende de la relación con el público, de cómo se establece el juego de fuerzas. Casi siempre hay una superioridad suya sobre el actor, 'loco que dice la verdad, cargado de ruido y de furia', en palabras de Shakespeare. Quien se pone frente a un loco, se siente por encima de él, aunque lo tema".
Pasa la tormenta de largo, dejamos el cerro con la desgana con que un niño deja el escaparate del que estaba prendido y nos abismamos hasta el río. En un recodo, paramos: "Estoy por quedarme a vivir en Gijón. Desde que volví de América, donde el teatro es libro de vida, Madrid me parece artificial". De Chihuahua, Angélica se ha traído a tres actrices para redondear su equipo habitual, formado por Gumersindo Puche, Carlos Marqueríe y Eduardo Vizuete, "la mejor gente que puedas imaginar". Rivera abajo, hablamos de las entrevistas, de su timidez. "Soy antisocial, casi sociópata. De haber nacido en Estados Unidos, habría entrado a tiros en un supermercado". Y de la soledad. Llevábamos siete horas sin toparnos con nadie: "Buenas tardes". En una encrucijada nos pellizca la hermana pequeña y rezagada de la tormenta, y un arco iris nos maravilla. Cae la sombra cuando llegamos a un pueblo, a dieciséis kilómetros del de salida: "Tengo fuerza en el escenario; en la vida, ninguna. Cuando se me conoce, se ve que soy débil", me dice, pero qué va.
La casa de la fuerza. Hoy en Gijón. Teatro de la Laboral. Del 5 al 8 de noviembre. Madrid. Matadero. 27 de noviembre. Murcia. Centro Párraga. www.angelicaliddell.com/
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