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Tribuna
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Democracia en Latinoamérica

El presidencialismo no ha generado crisis sistémicas que hayan acabado con el parlamentarismo

El presidente de Bolivia, Evo Morales, junto al viceministro de Energías, Alberto Echazú el pasado 9 de enero.
El presidente de Bolivia, Evo Morales, junto al viceministro de Energías, Alberto Echazú el pasado 9 de enero.Martin Alipaz (EFE)

Hace tres décadas, en plena discusión sobre las posibilidades de que las transiciones a la democracia desde Gobiernos autoritarios alcanzaran el nivel de la consolidación democrática, Juan J. Linz abrió un debate académico sobre las virtudes del parlamentarismo confrontadas con los vicios del presidencialismo.

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Frente a argumentos basados en la teoría de la dependencia mediante los que la inestabilidad política era causada por la desigual relación entre los países industrializados del centro y los de la periferia, se esgrimían otros que la vinculaban al papel del imperialismo estadounidense. Asimismo, había explicaciones que enfatizaban el lento proceso modernizador de América Latina, o la desigualdad rampante, e incluso otras que ponían el acento en los efectos de la colonización ibérica y la presencia todopoderosa de la Iglesia católica a la hora de desarrollar valores democráticos. Pero nada se argüía del papel que podían jugar las instituciones.

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En 2018 se cumplen 40 años del inicio de las transiciones a la democracia latinoamericanas y hay evidencia empírica suficiente para saber que la satanización del presidencialismo en la región demanda notables matizaciones. Aventuro cuatro consideraciones que requieren evaluarse con detenimiento.

La primera es que el presidencialismo per se no ha generado crisis sistémicas que pusieran fin a la democracia significativamente (Fujimori —en estos días muy de moda por su más que discutible indulto— tuvo la actuación más relevante). Contrariamente, la política latinoamericana ha sabido encauzar las crisis derivadas de la veintena de interrupciones presidenciales acaecidas, que representan el 12% del total de periodos presidenciales registrados. Hoy se puede afirmar que la democracia solamente se ha deteriorado dramáticamente en Nicaragua y Venezuela, pero no es atribuible al esquema institucional vigente.

La segunda, derivada de la idea de la legitimidad dual en un régimen de separación de poderes que en teoría llevaba irremediablemente a choques entre el presidente y el Congreso, configurado por una mayoría contraria al partido de aquel, apenas si se ha producido. Los presidentes en minoría es algo habitual en la política latinoamericana, pudiéndose evidenciar tomando cualquier año al azar. En el panorama actual solo 7 de los 18 presidentes tienen una mayoría parlamentaria cómoda. Gobernar en minoría ha supuesto la introducción de mecanismos parlamentarios para generar mociones de censura que terminaran inhabilitando al presidente. Cuando se ha llevado a cabo esta práctica, se ha hecho violentando la Constitución (Honduras 2009), o articulando juicios políticos poco claros (Paraguay 2012, Brasil 2016). Lo que ha sucedido sin éxito recientemente en Perú al aplicar el término constitucional de “incapacidad moral” recuerda lo que sí fue factible en Ecuador en 1997 al declarar el Congreso la incapacidad mental del presidente Abdalá Bucaram.

La tercera se relaciona con el sistema de partidos. El presidente no suele ser el líder del partido y ello conduce a una compleja relación con su grupo parlamentario. Llevada al límite puede suponer que este termine volviéndole la espalda como le sucedió al venezolano Carlos Andrés Pérez cuando su partido votó en su contra en un juicio político en 1993, o a Zelaya, a quien su partido también le abandonó en 2009. La consecuencia es la proliferación de candidatos que han configurado su capital político original fuera de los partidos.

Finalmente, cabe argumentar que el presidencialismo es un juego en el que el ganador se lo lleva todo. No hay posibilidad de articular soluciones consociacionales. Además, los presidentes latinoamericanos tienen históricamente rasgos preponderantes con respecto a los otros poderes del Estado. Cierto es que, como analiza Mercedes García Montero, tienen poderes institucionales diferentes y actúan en contextos también muy distintos, pero esto no les aleja de ser las figuras más relevantes de sus sistemas políticos. Ello ha comportado en la historia de la región, pero muy claramente desde el inicio del presente siglo, una actuación estratégica de componedores de hegemonía por excelencia. Amparados por su fortaleza electoral personal, Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa pudieron desarticular el orden constitucional vigente y sustituirlo por uno a su guisa. Algo que habría sido mucho más difícil bajo el parlamentarismo.

Manuel Alcántara Sáez es profesor de la Universidad de Salamanca.

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