Un poco de humor para tiempos plúmbeos
Hace falta tomar cierta distancia frente a la solemnidad con que se invisten los líderes y movimientos de la actualidad
Ha ocurrido lo que pasaba en aquel cuento de Augusto Monterroso, que “cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Ya se lo ha encontrado todo el mundo el 22 de diciembre, después de las elecciones catalanas, y se ha comprobado que sigue estando ahí justo al terminar de tomarse la última de las 12 uvas. No hay que hacerse, pues, muchas ilusiones. Más bien conviene ser práctico. Y puesto que todavía hay un poco de margen, toca escribir a los Reyes Magos con urgencia y pedirles humor, grandes dosis de humor. O mejor, de sentido del humor. Para tomarse las cosas con un poco de distancia y evitar esas solemnidades que parecen imponerse como única manera de habitar en los tiempos que corren.
Cuando las patrias se colocan en el centro de la discusión pública, con todas las toneladas de heroísmo y sentimentalidad que llevan asociadas, es muy fácil sucumbir a la desesperación. Por eso el humor es imprescindible, casi obligatorio para conservar los nervios templados y para superar, así, los escollos pringosos de esos relatos que se deleitan en describir algún antiguo paraíso sublime y que hablan de un futuro sin cadenas y de plena libertad. Eso sí, siempre para los nuestros. Los otros, que se fastidien.
En Los buscadores de oro, el pequeño libro de memorias de Monterroso, que reconoció ser y sentirse siempre guatemalteco, a pesar de haber nacido en Tegucigalpa, la capital de Honduras, y pasar la mayor parte de su vida en México, hay una de esas anécdotas que hablan de los deberes patrióticos.
Explica que, cuando era niño en Tegucigalpa, cada 15 de septiembre se celebraba el aniversario de la Independencia en el Parque Central, donde se le rendían honores a un héroe de la patria. “Uno iba con su escuela a ese parque, vestido de blanco, y permanecía ahí en fila y de pie mientras oía un discurso o cantaba el himno nacional. Si en alguna ocasión la lluvia caía sobre uno durante la ceremonia, se resistía estoicamente, porque era el deber ese gran día de fiesta”.
Hay deberes, efectivamente, que han de llevarse como mejor se pueda. Ahí estaban los niños delante de la estatua ecuestre “supuestamente”, escribe Monterroso, del general Francisco Morazán. Y es que las patrias, con toda su solemnidad, cargan también con pequeñas “vulgaridades”. “Después se ha averiguado que la efigie a caballo que venerábamos, y que aún está ahí, no era la de Morazán”, explica Monterroso. “Un funcionario hondureño y ladrón, que recibió el encargo de mandar hacer en Francia la escultura, habría comprado allá por la vigésima parte de su precio una estatua sobrante del mariscal Ney”.
¿Se tira Monterroso al vacío al averiguar semejante disparate, el del pueblo hondureño postrado ante un remoto prócer francés? Para nada: “El hombre se ve bastante bien a caballo y con la espada desenvainada en alto, y yo prefiero seguir pensando que era Orazán, el héroe unionista”. Ese es el punto: sentido del humor. Corran a encargárselo a los Reyes. Todavía hay tiempo.
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