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Nuestras cosas saben cómo somos

ilustración de Puño
Anatxu Zabalbeascoa

Las reglas de juego del consumo parecen estar cambiando. Se necesita cierta madurez para elegir

DURANTE SIGLOS la media de pertenencias que poseía una persona a lo largo de su vida era de 12: un arcón heredado, ropa de abrigo, con suerte unos zapatos y herramientas de trabajo. Deyan Sudjic cuenta en El lenguaje de las cosas (Turner) que esa media, injusta como cualquier media, supera hoy los 2.000. En Occidente no podemos contar las cosas que tenemos. No conseguimos acordarnos de todas. Por eso hoy nos define más ese olvido que los propios objetos. ¿Cómo afecta al simbolismo de un anillo de compromiso tener docenas de sortijas? Si las pertenencias han dejado de ser hereditarias, ¿qué ocurrirá con la memoria de lo que somos? ¿Dónde quedará el rastro de los aparatos electrónicos que hoy definen nuestra existencia y que, sin embargo, sustituimos cada vez más deprisa?

Se nos pierde un lápiz y compramos otro. Lo mismo sucede con los pintalabios y hasta con las gafas. Vivimos un tiempo en que, con frecuencia, resulta más barato sustituir que reparar. Se nos estropea la cremallera y compramos otro bolso. Ya no es la lógica económica la que nos lleva hasta los zapateros remendones y las costureras (o al revés: zapateras y costureros). Se necesita un apego sentimental, a veces supersticioso, o una notable conciencia medioambiental para pensar en el mantenimiento y llevar a reparar un enser. Nuestras pertenencias, tanto o más que nuestras acciones, retratan nuestra vida. Despreciamos muebles portadores de historias familiares porque no nos caben, exigen cuidados especiales o no quedan bien en nuestra casa. La segunda mano es un mercado en el que el comprador adquiere productos con pasado sin tener relación alguna con ellos.

La industrialización y la producción en serie de bienes están en los cimientos de nuestro consumismo. Aunque existen, cada vez cuesta más toparse con fabricantes que defiendan el orgullo por lo bien hecho. La vanagloria se centra hoy más en las cifras del beneficio que en la calidad y oportunidad de los productos. Con frecuencia no se fabrica para ofrecer soluciones, el objetivo es simplemente vender. La obsolescencia programada es fruto de aplicar el ritmo acelerado de renovación de la industria de la moda a otros ámbitos, sobre todo electrónicos, con productos creados con fecha de caducidad. Un anciano de la novela Las correcciones, de Jonathan Franzen, trata de arreglar 2 de las 60 bombillas de un adorno navideño. No le cabe en la cabeza que sea imposible reemplazarlas y que resulte más económico comprar otra ristra de 60 que arreglar 2. ¿Se pervierte la alegría cuando se asocia a las compras? ¿Es dañina la ecuación que relaciona adquirir seguridad con estrenar una blusa?

Los objetos que no duran acaban molestando. Son testigos de decisiones fallidas. Como dice Milá, el mejor diseño es “lo que acompaña y no molesta”

Desear algo antes de tenerlo puede proporcionar una satisfacción mayor que el propio regalo. Prestar atención a lo menos evidente —el tacto de telas, pieles y muebles, antes que a su aspecto— supone valorar el trabajo de quien lo hizo. Implica ver en un objeto no ya la mano de su autor, sino las horas y desvelos dedicados a construirlo. Lo que usamos, lo que producimos, lo que compramos y regalamos habla de nuestros valores, pero también describe las prioridades de nuestra sociedad.

Hoy vivimos en un tiempo de básicos. Quien no tiene nada elegiría como posesión indispensable lo mismo que quien lo tiene todo: un móvil. Para la mayoría de nosotros el smartphone es el objeto más esencial. Hace dos años, el número de móviles en el mundo superó a la cantidad de habitantes del planeta. Casi un 75% de esos teléfonos son “inteligentes”. Nada quedará de ellos pasado un lustro y, sin embargo, han sabido hacerse necesarios. En 10 centímetros ofrecen a la vez un teléfono, un reloj, un álbum de fotos, una discoteca, una ventana al mundo, una linterna, un listín telefónico, una pantalla de televisión, planos de las ciudades, videojuegos y un ordenador. Pero, sobre todo, ofrecen algo que no se acumula, algo que no parece desordenar, que cabe en cualquier casa y que, sin embargo, se antoja inagotable: comunicación e información. No queremos pensar que esa comunicación funciona para ambos lados. El mismo móvil que nos hace llegar al mundo nos ubica en el mundo. Es, sin duda, el producto que mejor define el momento: un aparato que nos protege y nos vigila a la vez.

Las nuevas joyas, los nuevos adornos ya no son de oro. Han bajado a vestir los pies. Las deportivas (llámense según comunidad: bambas, tenis, zapatillas…) son otro objeto del deseo que, de nuevo, pone de acuerdo a ricos y a pobres. Unas Nike, unas Adidas, unas Puma o unas Asics son una tarjeta de presentación, informan de cierto estatus, marcan aparente pertenencia a un grupo, confieren seguridad. Un diseño funcional, asociado al deporte, a la salud y a la informalidad, se ha convertido en símbolo adolescente de estatus. Hoy las deportivas han revolucionado también la vida en la ciudad. Han conseguido a la vez marcar la pertenencia a un colectivo e individualizar al usuario. Vivimos tiempos de ancianos y ancianas calzados con deportivas. Ese calzado informa sobre nuevas prioridades. Se asocian a una nueva naturalidad, a los nuevos protocolos del vestir (más pragmáticos que decorosos), a nuevas movilidades (bicicleta) y al hecho de que mucha más gente camine por la ciudad demostrando que se puede hacer deporte alejado de un gimnasio.

Nuestros objetos saben bien cómo somos, pero la parte simbólica de nuestras cosas describe, en realidad, cómo querríamos ser. Los restaurantes más vanguardistas ya no solo dan de comer. Ofrecen experiencias. El nuevo de Albert Adrià, el Enigma, consigue que los comensales no dejen de moverse. Jamón Experience se llama un local de 2.000 metros cuadrados abierto junto a Las Ramblas de Barcelona, como si probar una buena paletilla requiriese otra acción más allá de cortarla y abrir la boca. También hay viajes a islas remotas que ofrecen a millonarios vivir sin agua corriente ni electricidad: como Robinson Crusoe. Más experiencias.

Ahora que los relojes de pulsera no son tan necesarios, porque están en el ordenador, en el microondas o en el móvil, la industria relojera vende más que nunca. La hora ha dejado de importar. Los relojes se han convertido en adorno. Es la parte simbólica, no la precisión de la maquinaria, lo que los define. De nuevo, la mano del artesano decide la exclusividad y marca el estatus. Así, las normas del juego del consumo parecen estar cambiando. Los jóvenes ya no acumulan. Han aprendido a restar, es decir, a elegir: poco, pero mejor elegido. Con menos pertenencias, su vida ha ganado movilidad. Consciente o inconscientemente, parecen prepararse para décadas de mayor densidad urbana, de viviendas más pequeñas, de mayor movilidad laboral, para un tiempo en el que la temporalidad y la permanencia van a ver cuestionados sus valores.

Los cambios llegan poco a poco. Y, cuando son necesarios, terminamos asumiéndolos con naturalidad. En la última década hemos visto desaparecer las bolsas de plástico de los supermercados (por lo menos las gratuitas) y hemos regresado al modelo de la panadería de nuestra infancia: la bolsa de tela, la mejor para conservar el pan. También hemos visto cómo el tabaco salía de los bares, de las aulas universitarias y de los aviones, y cómo las galerías de arte venden tanta cerámica como lienzos. Lo imperfecto en un florero ha pasado a ser una marca de la producción singularizada, no seriada, individualizada y artesanal.

La urgencia de cuestionar el exceso de producción obliga a elegir y, más allá de las zapatillas y los móviles, el producto a la carta y personalizado tiene ahora fuerza para competir. Está en el ADN de algunas culturas. En muchas viviendas finlandesas coleccionan vasos de la marca Iittala con los que forman una vajilla. Ese construir poco a poco es parte de su tradición. Amplían la cristalería de año en año, dándole importancia a cada vaso, aumentando el número a medida que crece la familia. Los objetos que no duran acaban molestando. Son testigos incómodos de decisiones fallidas. También lo son los que duran sin tener la discreción, la calidad y el valor que necesita un objeto para durar. El diseñador Miguel Milá lo resume en la frase con la que describe el mejor diseño: “Lo que acompaña y no molesta”. Eso es lo que se queda.

Se necesita cierta madurez para decidir lo que a uno le gusta. En realidad, más que una decisión es una intuición. Así, aunque no compramos lo caro cuando teníamos más dinero, tal vez ahora que sabemos que no vamos a tener mucho más, sólo veamos sentido a comprar lo bueno, lo que nos va a servir para algo o lo que no nos llevará a preguntarnos mañana ¿cómo se me ocurrió comprar esto? 

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