La democracia ha vuelto
La masiva adhesión del 21D y la liturgia electoral restañan el pucherazo del 1 de octubre
Igual que ocurre con las baldosas amarillas en el Mago de Oz, los lazos amarillos jalonan el itinerario del Carrer de San Pere hasta las puertas del colegio Cervantes. Que se ubica en el barrio popular del Born. Y que parece sobreexpuesto a las consignas independentistas en una suerte de presión atmosférica, tanto por el símbolo ubicuo del cautiverio como por la amalgama de carteles libertarios que evocan el trauma del 1 de octubre y perpetúan el mito contemporáneo de la represión estatal.
Han transcurrido menos de tres meses entre el pucherazo de aquél día y las elecciones transparentes del 21D. Y se han recuperado con naturalidad y masiva adhesión popular los rituales que garantizan unos comicios democráticos. La composición de las mesas, la presencia de los apoderados, la vigilancia rutinaria de la policía, trasladan inequívocamente la liturgia de un proceso aseado, convencional, en oposición al descaro con que se urdió el plebiscito de octubre.
Fue un simulacro electoral al que otorgó fatídica repercusión la negligencia del Gobierno -el fracaso del CNI, el milagro multiplicador de las urnas, la traición de los Mossos, la ausencia del Estado, la violencia policial episódica- y al que se pretendió conceder, desde el soberanismo, un valor de coartada popular en la proclamación unilateral de la independencia.
Quisieron inculcarnos Puigdemont y Junqueras que el “poble” había reclamado inequívocamente el nacimiento de la nación con su entusiasmo plebisictario. Tan grande, el entusiasmo, que algunos catalanes votaron cinco veces en el éxtasis de la participación, otros lo hicieron en el sagrario de las iglesias, y los demás transigieron con e listín telefónico del censo, o toleraron que las urnas fueran depositadas repletas de votos antes de abrirse si quiera los colegios.
La democracia catalana ha sido ultrajada por el soberanismo en todas sus expresiones. Se había desfigurado el parlamento. Se había demolido la separación de poderes. Y se había profanado el ritual del referéndum. Urgía, por idénticas razones, recuperar la noción catárica de unas elecciones verdaderas. No sólo asumidas y compartidas por los partidos de la subversión, sino convertidas, salvo excepciones, en un mayúsculo ejercicio de civismo y de convicción en el Estado de derecho. Los catalanes han acudido a las urnas abrumadoramente. Han recuperado la voz y el voto.
Y no cabe oponerse a los resultados. Los partidos soberanistas especularon con hacerlo, precisamente como rechazo alérgico al 155 y como estrategia preventiva de un eventual un retroceso -nada más dramático que la victoria de Arrimadas-, pero cuestionar la transparencia del 21D después de haberse urdido la tragicomedia el 1-0 despoja de credibilidad a los saboteadores.
Ninguno más estrafalario y cobardón entre ellos que Carles Puigdemont. Montaban guardia los ufanos periodistas en su colegio de Girona esperando que se apareciera el impostor desde los cielos. Lo aguardaban sus feligreses a semejanza de un estímulo electoral, providencialista, pero Puigdemont va a hacerlos esperar como hace Godot en la obra de Beckett.
El fugitivo ha condicionado su regreso al descaro de un chantaje. Exige los galones de president como salvavidas de su regreso. Y se atreve a convocar a Tarradellas no en la emulación del exilio, sino en el aforismo que el héroe republicano formalizó para consejo de cualquier camarada: en política todo está permitido menos el ridículo.
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