Frontera
En el todo vale en el que se han convertido ya las relaciones de los independentistas catalanes con el Estado español cualquier motivo sirve para acusar a éste de toda suerte de afrentas, da igual que sean reales o no.
Me gustaría saber cuántos de los que se oponían frente al Museo de Lleida al traslado de las piezas pertenecientes al monasterio oscense de Sijena en cumplimiento de una sentencia judicial habían entrado a verlas mientras permanecieron expuestas en él. De igual manera me gustaría saber cuántos de ellos conocen la historia de su compraventa y de su traslado ilegal a museos de Cataluña después de 10 siglos en el monasterio aragonés al que han vuelto entre acusaciones de expolio con nocturnidad del expresidentPuigdemont o consideraciones de botín de guerra de una líder de la CUP. Que son las mismas acusaciones que algunos salmantinos le hacían al Gobierno de Rodríguez Zapatero cuando de madrugada y protegido también por la Guardia Civil otro camión se llevó los llamados papeles de Salamanca camino de Cataluña, donde habían sido usurpados por las tropas franquistas, estos sí como botín de guerra.
En el todo vale en el que se han convertido ya las relaciones de los independentistas catalanes con el Estado español cualquier motivo sirve para acusar a este de toda suerte de afrentas, da igual que sean reales o no. El caso de las piezas malvendidas de Sijena es solo un ejemplo más de esa sinrazón tribal que los independentistas más radicales alientan y que lleva a considerar al vecino enemigo, incluso cuando, como en el caso de catalanes y aragoneses, durante siglos pertenecieron al mismo reino y comparten por ello la misma historia y hasta la misma lengua en ciertas comarcas limítrofes. El problema es que la historia ya no cuenta salvo para reivindicar lo propio, como continuamente podemos ver.
Ya en 1995, José María Lemiñana, un cura al que entrevisté para un reportaje sobre la catedral perdida de Roda de Isábena, que era ahora su iglesia parroquial, me advirtió del conflicto que en la llamada Franja aragonesa estaba gestándose por la resistencia de los obispos catalanes a devolver a Aragón las parroquias que, merced a vicisitudes históricas a las que no era ajeno el traslado de la medieval diócesis de Roda de Isábena a Lleida, permanecían adscritas al obispado catalán pese a estar en Huesca, con los problemas que eso comportaba. Lemiñana, un cura ejemplar que rehabilitó casi en solitario la catedral de Roda, que estaba en semirruina precisamente por esos problemas, se quejaba de que su obispo antepusiera su condición de catalán a la de católico. Lemiñana ya murió, pero lo que vaticinaba entonces se ha ido cumpliendo punto por punto: que la histórica buena convivencia entre catalanes y aragoneses se iba a deteriorar a medida que la frontera invisible los políticos la hicieran real.
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