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Columna
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Contra la singularidad en la Constitución

La clave para una España inclusiva no es el reconocimiento de una plurinacionalidad sino un régimen lingüístico general y justo

Juan Claudio de Ramón
Manifestación del 'Movimiento Civico d'Espanya i Catalans' en Barcelona.
Manifestación del 'Movimiento Civico d'Espanya i Catalans' en Barcelona. JOSEP LAGO (AFP/Getty Images)

Escuchamos que la Constitución necesita reformarse. Estoy de acuerdo. Escuchamos que un objetivo deseable de esa reforma habría de ser perfeccionar las trazas federales del modelo territorial fijado en 1978. Como soy federalista, me resulta fácil estar también de acuerdo. Escuchamos, finalmente, que esa reforma federal tendría que recoger la llamada singularidad de Cataluña. No estoy de acuerdo e intentaré explicar por qué.

En primer lugar, me cuesta entender de qué singularidad se trata. El hecho de poseer una lengua específica (junto a la común), una historia institucional propia (también junto a la común), normas privativas de derecho civil o una acusada vocación de autogobierno, no distingue a Cataluña de manera evidente de otras comunidades en las que concurren estas mismas circunstancias. Hay que recordarlo: el café para todos no fue una estratagema para privar de relieve a ciertas comunidades, sino la derivada necesaria de una pluralidad interna que va más allá de la existencia de País Vasco o Cataluña.

En segundo lugar, y más importante, opino que una constitución moderna y pluralista no debe servir para recoger singularidades de difícil contorno, sino para permitir que esas singularidades, allí donde existan, puedan aflorar espontánea y libremente. Algo que el actual tenor de nuestra Constitución ya permite: no hay ningún aspecto de la personalidad cultural de los catalanes que no haya podido florecer en libertad en estos últimos cuarenta años. En estas páginas, Josep Ramoneda abogaba hace poco por una segunda revolución laica que despegue la Patria del Estado. Es una idea interesante pero incompatible con la insistencia en reconocer constitucionalmente la «singularidad de Cataluña». Mientras al Estado se le pide neutralidad identitaria, el «ser» de los catalanes quedaría prefigurado por la Constitución. No parece lo más laico.

Pero de tanto arrugar la nariz cada vez que se menciona la necesidad de llevar a la ley fundamental la singularidad catalana, he acabado por entender que sí hay una singularidad que la reforma de la Constitución debe intentar reflejar: la española. Según lo veo yo, la singularidad española reside en nuestro tipo de pluralismo lingüístico, donde una lengua común se solapa con al menos otras tres lenguas de gran arraigo y dimensión política. No cabe el engaño: la convivencia de lenguas no es tan buena como se pregona; está de hecho, en el fondo de la crisis territorial. Lo que se precisa no es por tanto una nueva foralidad, esta vez lingüística, que sancione las actuales tensiones, sino un régimen lingüístico general, justo e inclusivo, apuntado en la Constitución y desarrollado luego por ley. La clave para una España inclusiva no es así el reconocimiento de una plurinacionalidad que consagraría uniformidades yuxtapuestas, sino crear el marco federal que pacifique de una vez nuestra querella lingüística. Para que las lenguas sean un tesoro y no un pendón.

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